No les voy a negar que siento cierta repugnancia al manipular estos engendros de la genética veterinaria, pero hay días en que los lobos solitarios tenemos que alimentarnos de las más nauseabundas carroñas, incluyendo estas atrocidades de la zootecnia que algunos ilusos llaman “pollo”.
Claro que gracias a esos monstruos de la ciencia que en los años cincuenta lograron que estas gallináceas se produjesen, o fabricasen, como tornillos, hoy día, hasta los más miserables del mundo, podemos comer lo que hasta hace poco más de medio siglo era solo comida de acaudalados burgueses, altos cargos de la curia o nobles aristócratas.
Lo más dramático de este esperpento es que nuestros jóvenes piensan que este es el genuino sabor del pollo, mientras que si prueban un auténtico
pitu caleya, le hacen ascos, como ya nos pasa a nosotros con la leche natural.
Pero bueno, hay días en que la mente de un cocinero es aún más retorcida que la de los genetistas, que ya es decir, y eso sucedió esta mañana cuando rompí la película de la bandejita de los muslos (eso de llamar papel film a una lámina de plástico, me parece una pedantería) y mis neuronas se movieron a ritmo de marcha de Aida para ver como convertía aquellos despojos avícolas en algo comestible.
Últimamente le estoy sacando mucho partido a un barrilito de olivas aloreñas (más conocidas por malagueñas), así que, como tienen mucho sabor, pues me dije “Duro con ellas, Pepín”.
El concepto es bien sencillo de entender. Si disponemos de un producto de extraordinario sabor como puedan ser unos
salmonetes del Cabo peñas, lo propio es poner el mínimo de aderezo para respetar esos sublimes aromas amariscados, luego por deducción directa, si tenemos una piltrafa de comida como pueden ser unos muslitos de pollo de Hipercor, pues lo suyo es echarle todo lo que pillemos por la despensa. Y así hice, y no crean, a pesar del lamentable aspecto, estaban muy ricos.
La receta
Ponemos a dorar los supuestos apéndices motrices en una sartén ad hoc con un poco de aceite de oliva virgen de mucho sabor.
Mientras, con soltura y donaire, pelamos y cortamos los dientes de ajo en laminitas.
Procedemos del mismo modo con las aceitunas, solo que en vez de pelarlas, lo que sería un trabajo estúpido y muy laborioso, lo que hacemos es simplemente retirarles el hueso que tienen en su interior, y picar la carne restante.
Visto el color doradito de los jamoncitos del aspirante a pollo, añadimos el ajo y las aceitunas, un buen puñadito de cominos en grano y otro de tomillo. Removemos todo y aderezamos con Shichimi Togarashi ¿Y que demonios es el Shichimi Togarashi? Se preguntarán ustedes, bueno, pues no tengo ni idea, pero son unos polvitos de colores que vienen en un frasquito rojo y que los japoneses usan para dar sabor a sus pollos, que son igual de asquerosos que los de El Corte Inglés. No me negarán que no es una idea brillante.
De esta guisa removemos bien todo, rociamos por un poco de vino fino de Jerez (también puede usarse manzanilla de Sanlúcar o fino de Moriles), damos un hervor para evaporar el alcohol, y tapamos la sartén para todo ello se compenetre y configure un sorprendente sabor, no sé si con aires andaluces o de Osaka, pero muy curioso.
Si hubiese tenido algo más de fe en mi creación, le hubiera puesta una rica guarnición, por ejemplo un
Puré avellanas, unas
cebolletas confitadas, incluso un
Pisto de berenjena, que le hubiera ido de perlas, pero como no tenía nada de eso (si lo hubiese tenido no hubiera guisado esta porquería), pues así quedaron, viuditos.
Como no puede ser de otra manera, acompañé este plato de un afrutado vino blanco, en este caso con uno que iba muy acorde con la calidad del plato, o sea, una de esas porquerías que están haciendo ahora en la D.O. Rueda y que compré a pocos metros del pollo, es decir, en Hipercor, una de las grandes superficies que puede presumir de tener la peor selección de vinos de España. La verdad es que el plato no se merecía mucho más, pero si tienen ustedes la dicha de conseguir un auténtico pollo, o sea, un gallo, les aconsejo que prueben con un buen albariño, por ejemplo un Pazo de Señorans, y verán que alucine de maridaje.