Mariscos
Creo que todos los amantes de los frutos del mar, como dicen tan poéticamente los franceses, coincidimos en que la mejor forma de disfrutar de esos fastuosos sabores es sin apenas cocinarlos, basta con un hábil toque de plancha o, si me apuran, aún mejor una ligera cocción en agua de mar, pero hablamos de los mariscos de nuestras costas, gambas blancas de Huelva, rojas del Levante, centollas de las rías gallegas, percebes de la costa de La Muerte o bogavantes asturianos, manjares tan escasos que rara vez llegan a nuestras mesas en las condiciones óptimas para disfrutar de ese incomparable abanico de matices que desaparece a las pocas horas de su captura.
Por el contrario sí abundan langostinos tailandeses, ostras turcas, almejas italianas, gambas marroquíes o nécoras escocesas, generalmente refrigerados, que es una forma más fina de decir congelados para que el pescadero pueda meter la viruta, y que, con un poco de maña y buen hacer culinario, pueden convertirse en verdaderas delicias de alta cocina.
Yo he comido langostas del caribe que estaban exquisitas, porque habían sido pescadas esa misma mañana y hervidas en agua de mar, pero el 99% de las capturas van directamente al congelador y claro, cuando te las sirven en la boda de turno, se parecen más al envase de phorexpan que las trajo del Nuevo mundo que a su condición de crustáceo.
El futuro de la cocina basada en la calidad de los animales salvajes está seriamente amenazado, como dijo Alain Ducasse “Es una pena, pero no todo el mundo puede disfrutar de los mejores productos porque no hay para todos”, así que, antes de ver languidecer una cocina por falta de materia prima, como sucedió con la gallega, si queremos disfrutar de un buen plato de langosta, más nos vale aprender a cocinarla bien para que esa que crían los canadienses con pienso, sepa a algo más que a neumático recauchutado.
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