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La Cocina de las estaciones

 

Si Don Rupert de Nola levantase la cabeza y escuchase a un cocinero decir que hace cocina de mercado, o de temporada, evidentemente le preguntaría "¿Pues, que otra se puede hacer?" y es que comer fresas en invierno va tan contra natura que ningún ser humano en sus cabales nacido antes de este loco siglo podría concebirlo.

Claro que si le contásemos que en la villa y corte, léase Madrid, se comen tomates cultivados en Flandes, léase Holanda, o sea tierras que no ven el sol en todo el año, pues nos diría que estamos como chotas.

Y prefiero no imaginarme la respuesta que nos daría si le dijésemos que Asturias compra manzanas a Bulgaria y Yugoslavia para hacer sidra o importar "fabes" de Argentina, o que en Galicia el 80% de marisco que se consume es francés, turco y escocés, o que la mayoría de las rabas que se ven en los bares de Santander, son intestinos de cetáceos cortados en arandelas y congelados en Islandia, o que los asados castellanos se hacen con corderos australianos, o que Valencia comercializa naranjas tunecinas.

¿Se acuerdan cuando Paco Ibáñez cantaba aquel poema de Guatisolo: "todas estas cosas había una vez, cuando yo soñaba el mundo al revés"? Pues sí querido Paco, lo que tu desebas ocurrió, ya murió el del bigotito y ya se puso el mundo al revés.

Después de un siglo de intensos estudios bromatológicos y organolépticos (Pasteur murió en 1895), al fin se ha llegado a la conclusión de que los mejores quesos son aquellos elaborados con leche entera sin pasteurizar y con fermentos naturales, o sea como los que se hacían en la aldea hasta que el Ministerio de Agricultura se preocupase por la gastronomía.

También podemos afirmar que esas frutas feas y con picaduras que se venden en los mercados rurales saben y huelen a lo que su morfología corresponde, es decir, la pera a pera y la manzana a manzana, mientras que aquellas otras cuya estética roza con la erótica y su deslumbrante imagen es realzada con halógenos unidireccionales, en boca apenas se pueden distinguir de un corcho.

El marketing ha hecho estragos en nuestras mesas y quizás estemos entrando en una nueva era.

En el mercado de Ribadeo, los miércoles se venden tomates de Nueva Zelanda en vez de los de las huertas de Villaselán, manzanas italianas en el lugar de las de A Devesa y quesos de barra daneses donde antes se ponía una paisana de Barreiros que hacía unos tiernos del país.

¿Acaso ya no podemos confiar ni en esa abuelita que vende huevos pintos bajo los arcos del mercado de Cangas de Onís? Pues quizá no, porque ya me dijeron que su hijo compró una furgonetilla y los viernes va a la avícola de Gijón para comprar los huevos que rechaza el control de calidad, el sábado los ensucia con "cuchu" para que parezcan caseros y el domingo los vende en su puesto a los turistas que van camino de Covadonga. ¡Manda huevos!

Pues sí D. Ruperto de Nola y D. Juan de Altimiras, si levantasen ustedes la cabeza y viesen con lo que tenemos que cocinar hoy día, seguro que volvían a morirse inmediatamente.

Hacer cocina de mercado en la España actual es algo así como poner una licorería en un país integrista islámico.
En países más avanzados como Francia o Suiza es fácil encontrar productos "Label", es decir con una etiqueta que certifica su origen natural y artesano, un anacronismo grotesco pero que al menos garantiza la calidad de la cesta de la compra, sin embargo en Celtiberia cada cual campa por sus respetos y donde dice almejas de Carril, lo más fácil será encontrarnos con unas turcas, detrás del certificado de capón de Villalba, solo habrá un pollo Rode Island, o el nombre de Aguinaga, se verá manipulado para vender surimi con forma de angula.

Que sí, señores cocineros imperiales, que si volviesen ustedes a los mercados de la villa no sabrían distinguir lo que son productos de lo que son envases, porque ambos son igual de atractivos y de insípidos.

El gran reto de los grandes cocineros españoles es conseguir un miserable pollo que solo coma gusanos y pan duro. El foie de oca, las trufas o el salmón ahumado, lo tienen de oferta en el hiper de la esquina y hay una firma que te regala un teléfono móvil si tu restaurante se compromete a comprarle el bacalao desalado en exclusiva, eso sí, los puerros, las lechugas y los tomates son un auténtico calvario.

Por eso yo quiero hacer cocina de mercado, para llevar la contraria, como siempre.

En junio espero impaciente a que los barcos de Burela lleguen con la primera costera de bonitos, porque desde el otoño me he negado a comer aquellos otros túnidos de insospechada procedencia que los pescaderos venden todo el año.

También se me hace la boca agua cuando voy al festival de las fresas de Candamo, porque hasta ese día no he probado otras que no fuesen las de la mermelada del desayuno. Hace diez años logré escapar de esa dantesca trampa llamada Madrid y ahora que vivo en mi querida Asturias me niego a seguir comiendo plástico. La vida puede ser bella si se contempla junto a la muerte, si esta se desconoce, la otra tampoco se valora. Una fruta debe pudrirse y no permanecer en la nevera incorrupta "sine die" como si fuera el brazo de santa Teresa.

Gracias a las técnicas alimentarias, hoy día cualquiera puede comer pollo y salmón, lo cual es un incuestionable avance de nuestra civilización, pero no menos cierto es que nuestros hijos ya apenas han desarrollado el sentido del olfato y solo comen en función de los colores que luce el envase porque desde que nacieron, les dejamos que engañasen su gusto con productos sintéticos.

Textos entresacados de los libros publicados en gallego por Edicións Xerais de Galicia en los años 1995 y 1996 A Cociña do Outono (ISBN 84-7507-840-0), A Cociña de Inverno (ISBN 84-7507-859-1), A Cociña da Primavera (ISBN 84-7507-898-2) y A Cociña do Verán (ISBN 84-7507-922-9),  y en castellano en 1997 y 1998, en la colección de bolsillo de Alianza editorial, como La Cocina de Otoño (ISBN 84-206-0811-4) y La Cocina de Verano (ISBN 84-206-0836-X).

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Escrito por el (actualizado: 29/10/2013)