Misterios de la cocina
Antes de que se pierdan buceando en este pequeño mar de artículos en busca de la receta de la poción mágica o de alguna tenebrosa historia de suspense entre fogones, quiero explicarles que el título “Misterios de la cocina” solo obedece a una forma de clasificar los más de mil artículos que en su día publiqué en los distintos medios para los que he trabajado, y sigo haciéndolo, espero que por muchos años.
Para los que llevamos décadas faenando entre perolas y aún seguimos haciéndolo con la misma ilusión y entusiasmo que el primer día, la cocina tiene un indescriptible magnetismo, una relación amor/odio, un atractivo casi enfermizo, que necesitaríamos muchas páginas para poder hacérselo comprender a los profanos, a esos ciudadanos para quienes esa zona de la casa, es solo cosa de mujeres (no podemos decir que del servicio porque ya nadie tiene criados) y que tal actividad, en el campo profesional, es cosa de desarrapados, de individuos de segunda clase que no han podido ganarse la vida de una forma menos indecorosa.
Gracias a grandes comunicadores como Karlos Arguiñano y a las numerosas publicaciones especializadas o suplementos gastronómicos de los diarios de información general, esa forma de pensar ya ha quedado obsoleta y los cocineros hoy día son personajes casi tan mediáticos como los presentadores de televisión o los jugadores de fútbol. Un súper chef es hoy día un personaje popular, admirado y envidiado por buena parte de nuestra sociedad.
Yo viví el cambio, fui testigo de aquellos años del oprobio cocineril.
En una discoteca muy elegante de Santa Cruz de Tenerife, hicimos amistad con un grupo de jóvenes y con buenas perspectivas de ligue con dos encantadoras señoritas muy finas de la alta sociedad canaria. Cuando mi amigo Pedro Larumbe dijo orgullosamente que éramos unos famosos cocineros que estábamos haciendo unas jornadas gastronómicas en el Hotel Maritim, sin mediar palabra nos dieron la espalda ofendidas y tuvimos que desalojar el campo porque el asunto se torció hasta el punto de que pudimos terminar a bofetadas con los niños pijos que minutos antes nos habían acogido fraternalmente, quizás porque lucíamos unos Rolex más caros que los suyos.
El jefe de cocina del restaurante de mi hermano, Martín, un magnífico chef y una excelente persona, usaba una carterita, como la de los cobradores de la luz, para llevar y traer a su casa el gorro y la chaquetilla, para así despistar a sus vecinos de autobús o Metro y que nadie descubriese su deleznable oficio.
Recuerdo como, a principio de mes, cuando mi padre pagaba la nómina, al firmar los cocineros, mi hermana y yo nos reíamos al ver las filigranas que tenían que hacer los pobres empleados ya que eran tan analfabetos que apenas si sabían garabatear su nombre. Y no hablo de la Edad Media, sino de los años setenta.
Hoy tenemos páginas web, hablamos de diseño y hasta tenemos influencias en la política. Esto es: “Misterios de la cocina”.