Cafés, Torrefacto y Torquemada
Hace algunos días vino a Asturias un señor muy entendido en cafés para mostrarnos como debía procederse para la correcta valoración de sus distintas categorías, y entre estrepitosos sorbetones (así es como al parecer debe catarse la oscura infusión), nos enseñó las diferencias que hay entre un lavado y un natural, un arábica y un robusta o un Kenia doble A y un Jamaica Mountain Blue.
La clase fue realmente magistral, muy interesante, pero desgraciadamente su cruzada didáctica estaba abocada al fracaso ya que este erudito del café no aceptó la trágica realidad de que en nuestro país, este producto fue maldito por la Santa Inquisición desde antes del nacimiento del propio Torquemada.
El café es bebida morisca, hereje, impía, propia de revolucionarios afrancesados, de degenerados anarquistas como Toulouse Lautrec o Balzac, de quien se dice que llegó a beberse sesenta tazas en un día y cincuenta mil en el tiempo que tardó en escribir su “Comedie Humaine”.
Hay una teoría desarrollada en 1670 por el profesor Fausto Nairone de la Universidad de Roma, que afirma que Balkis, Reina de Saba, aficionó al rey Salomón al café con granos llevados desde Abisnia, evidentemente con tales antecedentes judeomasónicos, no es de extrañar que cuando Dª Isabel de Farnesio, madre de nuestro ínclito Rey Carlos III, llegó a la corte española y pidió un cafelito para merendar, pues casi la queman viva.
Pero la persecución del café en nuestro país bate todos los records imaginables, y mientras los enciclopedistas Diderot y D’Alembert ponían en mano de Elena de Troya unos granitos recien tostados para aliviar las penas de Telemaco, el encantador Fernando VII reinstauraba el Tribunal de la Inquisición y a quien osase probar la maldita infusión, le hacían un lavado de estómago con aceite hirviendo.
Sin embargo el mas duro golpe lo asestó nuestro invicto caudillo.
Después de la guerra civil en España solo se podía beber una pócima preparada con achicoria tostada, que hasta los nostálgicos de la fracasada República bebían a sorbitos poniendo cara de satisfacción, no fuera a ser que algún falangista lo denunciase por rojo.
Pero los paisanos del jefe del Estado descubrieron el negocio del estraperlo, y como hasta los carabineros de Tuy se dejaban sobornar con una tacita de humeante café de Angola, pues el contrabando desde el país vecino abasteció de nuevo las escasas tertulias clandestinas que se celebraban por toda España.
Entonces a las preclaras mentes del Movimiento se les ocurrió una idea malévola, caramelizar los granos con azucar y luego achicharrarlos, así ni el mas experto cafetero podría volver a disfrutar de esta infusión al no poder ni distinguir entre un Hawai Cona y un Robusta del Kamerún: todo sabría a neumático quemado y a comisaría de distrito.
Si los volterianos quería amargor, iban a salir servidos, y el éxito del proyecto fue radical.
Han pasado cincuenta y siete años y en España ya nadie pone gaseosa en un Vega Sicilia, sin embargo un poquito de torrefacto, aunque sea un café 100% de Colombia, “pues parece que gusta mas a los clientes”, dicen los profesionales.
Cualquier europeo se queda tan atónito como si nos viene comer caviar iraní con Ketchup y mostaza, pero aquí parece que sigue gustando, algo así como si después de una manifestación autorizada en defensa de Ruanda, le pidiesemos a un policía nacional que nos diese unos cuantos porrazos por aquello de la nostalgia del mayo del 68.
Y como sobre gustos no hay nada escrito, pues para un español donde esté un torrefacto, que se quiten los Maragogypes lavados de Colombia.
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