Croquetas caseras
Si hace algunas semanas recuperamos del ostracismo a la Pareja de huevos fritos, y a sus hermanos de penurias cervantinas, los garbanzos, hoy reclamo un puesto de honor para otra delicia de nuestra cocina familiar, las croquetas, recuerdo infantil de tardes de invierno con la consecuente alegría general de toda la familia (salvo de la cocinera, claro), y tentación irresistible que ha llevado a la ruina millones de regímenes dietéticos a eso de las once de la mañana.
Y sin embargo, ningún gastrónomo, a pesar de haberse pringado los dedos miles de veces en sendos cócteles, aperitivos o presentaciones, ha escrito renglón alguno sobre sus excelencias.
¿Porqué?
Es difícil de responder coherentemente porque no se trata de ningún menoscabo y menos aún en estos tiempos en que la cocina de aprovechamiento está tan de moda, sino de un problema mucho más profundo, inconfesable, incluso oculto al conocimiento consciente del individuo.
Para interpretar la erótica de la croqueta hay que plantear el conflicto desde el mas puro psicoanálisis froidiano, remontarse hasta el primer contacto sexual con el seno de la madre, con su tibio fruto, hasta con cierta posible complicidad materno filial vinculada al complejo de Edipo.
“Toma un par de croquetas pero que no te vea tu padre, que sino se mete en la cocina y ya no hay quien os domine”.
Porque, entre otras cosas, las croquetas hay que robarlas, comerlas a hurtadillas, y por supuesto a mano.
Hace algunos días, con motivo de la visita de un ilustre enólogo catalán, José Luís Pérez Verdú, Yolanda, nos puso en su Corral del Indiano unas tentadoras croquetinas de carne, y cuando ví que los comensales, muy finos ellos, las partían con cuchillo y tenedor, me dieron ganas de llamarles herejes y desnaturalizados, coger la fuente, y salir corriendo con ellas para comérmelas yo solito en la plaza de Arriondas, a la sombra del cañón piragüero.
¿Acaso se ha visto alguna vez a algún bien nacido ponerse a mamar armado de cuchillo trinchero? Bueno pues comerse una croqueta con cubiertos, además de una horterada, psicoanalíticamente, es un flagrante acto de canibalismo.
¿Que croqueta sabe mejor que esa que queda perdida en un plato y nos la encontramos al llegar a casa a las cinco de la mañana?
Sobre todo si se trata de esas de marisco que prepara con tanto cariño y dulzura nuestra querida Toñi Vicente en Santiago.
Bueno, quizás también lo fuera aquella que le robamos a una señora muy pizpireta mientras comprobaba que todo el bar la estaba contemplando, y que al volverse para coger su tapa debió pensar para sí: “¡Cáspita! ¡Si yo juraría que aquí había una croqueta!” (lo de cáspita es porque la señora era muy fina, y porque en esta casa no se dicen palabrotas).
Y he dejado para lo último el tema más escabroso, porque si se restaurase la pena de muerte, ese castigo habría que aplicárselo a esos rancheros que bajo forma de croqueta, esconden las más repugnantes argamasas prefabricadas con purés de patata, harina cruda, sémola, una pastilla de consomé instantáneo, y eso sí, una puntita de nuez moscada.
No cabe duda de que los pobres debieron ser destetados a golpe de anís del Mono y, quizás, ante un tribunal ordinario eso sirva como atenuante de la pena capital, pero gastronómicamente, no deja de ser una violación incestuosa y una vejación repulsiva de la culinaria. Además de un crimen alevoso contra los indefensos comensales que nunca pueden imaginar que bajo la crujiente y dorada costra de pan rallado, se pueda esconder tal ignominia.
Si es usted un croquetodependiente, como yo, o como cualquier gastrónomo que se precie de tal, pínche en las recetas Croquetas de cigalas , de pollo, de jamón y caseras, leerá detalles que le traerán gratos recuerdos de infancia.
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