Caldereta de pescado
Proponía el domingo pasado el padre Bonifacio, desde su columna La Buena Nueva, que del mismo modo que Oviedo pasea en loor de multidud su “Desarme”, bien podrían Gijón y los concejos marineros adyacentes, establecer en el día de San Pedro, patrón de los pescadores, su gran fiesta gastronómica entorno al Marmitako de bonito.
No le falta ingenio al reverendo, y de hecho ya hay concejos como el de Gozón que así lo han implantado desde hace tiempo, pero sí sería conveniente limar un poco su idea sustituyendo el vocablo vasco, por uno autóctono, por ejemplo el de Caldereta, que es como tradicionalmente nuestros marineros llamaban al rancho hecho a bordo.
En una crónica publicada hace algunos meses en la revista Sobremesa, se describía la receta de este guiso enumerando así sus ingredientes: “algo del libertinaje de los corsarios, una pizca de rebeldía, un poco de desprecio por la tierra firme, unos gramos de dignidad maltrecha de la sufrida marinería y una picada de cebolla, pimiento, tomate, perejil y revolución francesa, para darle al guiso el aire feroz de las algaradas violentas.”
Y es que como bien apunta el texto, las calderetas ilustran gastronómicamente la idiosincrasia de un pueblo, y así mientras las caldeiradas galegas son recetas de “marineros tristes, aliñadas con vinos de Ribeiro y algo de melancolía” (el autor es de Lugo y de penas sabe más que nadie), la asturiana es alegre y golfa, picante y desenfadada, que nadie debe ensalzar con rebuscados circunloquios ni con urbanidades excesivas, sino más bien con exabruptos soeces y vulgares.
Este preciado túnido no se come fresco en Galicia, al menos hasta hace un par de lustros apenas si se podía encontrar en ningún comedor que se preciase de tradicional, sin embargo en verano Asturias huele a bonito, y hasta la forma de nuestro principado se parece a un bonito, con la aleta dorsal en el Cabo de Peñas, y nadando hacia Finisterre.
Y es que una buena vestrisca tirada sin mas sobre una parilla bien potente, con un poco de ajo machacado en mortero, perejil sal gorda y vinagre, ya es todo un ágape digno de los dioses.
Y viene al caso recordar que en la antigua Grecia, donde los cocineros ostentaban el mismo rango que los poetas, arquitectos o filósofos, según narra el gran Arkestrato de Siracusa, estos artistas debían someterse a un test de profesionalidad para acceder a ciertos niveles de reconocimiento, y una de las pruebas más dificiles, era asar en los rescoldos un tronco de bonito envuelto simplemente en hojas de parra, receta que ejecutada con pericia es algo exquisito, y que realizada por un zoquete no pasa de ser una intragable bazofia.
No es facil trabajar este pescado, y de hecho en la mayoría de los casos, esas rodajas que sirven hechas a la plancha resultan secas y desaboridas, solo tragables a golpes de mucha sidra o de buen vino de Albariño, sin embargo ese tropezón que encontramos en la caldereta nadando entre patatas romas y pingajos de tomate y pimiento, siempre es una explosión de sabor y untuosidad.
Los bonitos deben descuartizarse según los conocimientos de un veterinario internista de anatomía ictiológica, porque cada paquete muscular debe diseccionarse por separado y con un destino preciso, como hacen los cortadores de sashimi japoneses, y su cocina debe ser docta y meditada, como nos muestra nuestro maravilloso recetario sefardí.
Salvo las calderetas, claro, pero eso ya es magia popular, cosa de trasgus marinos.
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