Cocina de marineros
Ya tocamos este tema hace algunos meses, Dios mío, ¡qué digo meses!, cuatro años, como pasa el tiempo, pero cuando vi las láminas que editó EL COMERCIO, sentí unas ganas locas de usarlas para ilustrar un número, porque en verdad son una reliquia entrañable de la que se pueden sacar muchas ideas, aunque mas bien sean elucubraciones.
Me refiero al tan manido asunto del tipismo ¿Hasta qué punto hay tradición marinera en la supuestamente clásica cocina de las sidrerías? Pues la verdad es que si lo analizamos con un mínimo de rigor, lo que hay son verdaderas patadas a la asturianía y a la tradición coquinaria marinera.
En primer lugar hay que diferenciar la cocina de los barcos, o sea, la que hacen los marmitones y comen los que trabajan a bordo, de la que se prepara en tierra, ya que a quién anda manipulando peces todo el día no es que sea ese precisamente su plato preferido.
Los ranchos habituales y por una vez no uso el término en su acepción peyorativa si no para definir la comida diaria de los trabajadores, solía ser una simple caldereta de patatas, cebolla pimiento y tomate (eso en verano, cuando había hortalizas), con lo que se hacía un sofrito con grasa, bien manteca de vaca o incluso aceite de pescado (generalmente de marrajos, como los curadillos de Cudillero), se cubría de agua y se enriquecía con algún chorizo, tocino o bien con pescados no comerciales (antes los tiñosus, hoy tan cotizados para hacer el pastel de cabracho, no se vendían y se echaban en el guiso, pero solo para dar sabor, porque como tiene tantas espinas, solía despreciarse).
En tierra ya la cosa se complicaba mas porque, dependiendo de lo elegante o miserable que fuese la casa o local público, variaban enormemente las recetas.
En las cocinas populares se asaban o guisaban los pescados de cantil (así se llaman los que se sacaban a caña desde la costa, salmonetes, julias, maragotas, etcétera), o aquellos que no se cotizaban, como el pixín, que hasta hace apenas medio siglo no se vendía ni en los chigres.
Por el contrario en las casas burguesas se preferían los lenguados, merluzas, besugos y otros frecuentes de la cocina francesa, que era la que aprendían las señoras de bien, cuando iban de viaje de luna de miel a París para encargar su primer vástago y, ya de paso, copiar alguna receta de la deslumbrante restauración modernista.
Eran comunes a todas las clases sociales los pescados de temporada como el bonito o la sardina, bocados exquisitos que habían de asarse al aire libre porque en las casas dejaban insalvables olores.
¿Son elucubraciones? Pues sí, pero mas o menos razonables, lo que si que son certezas indiscutibles es lo que no se comía.
Me refiero a los hoy omnipresentes gambas y langostinos (son los únicos mariscos que no se dan en el Cantábrico), las croquetas, chipirones rellenos, calamares rebozados y otros congelados precocinados, los malditos pimientos de piquillo rellenos de lo que sea, o esa invasión de pasteles de morcilla, Cabrales, cabracho y Dios sabe qué, con que los chigreros toman el pelo a los insensatos listillos que enciman piensan que han hecho negocio engañando su estómago y presumiendo de haber cenado por mil del ala.
Sería bueno tener esa selección de chigres con solera y garantías, de la que hablamos hace meses con la administración y que como siempre sigue en el tintero.
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