Salsa asturiana
Pido perdón de antemano a todos los lectores por el penoso nombre de esta salsa, bueno, a algunos, a los cultos, a los que pueden presumir de buen gusto o simplemente de cierta cultura, porque obviamente es un invento mío que probablemente no se haya preparado nunca en este principado.
¿Cual es el motivo de semejante mamarrachada? Pues si se toman la molestia de buscar con Google “Salsa asturiana” o simplemente “...a la asturiana”, ya lo comprenderán.
Por lo general suele decirse a la asturiana a una pócima preparada a base de salsa de tomate frito de bote (la más barata del economato) con sidra (puxarra o restos de botellas).
También hay energúmenos que rebautizan así la salsa de Cabrales, versión cutre de la Sauce Roquefort, porque esta, preparada en sus dos versiones, fría y caliente, puede ser tan exquisita como la que elaboraba mi querido hermano en su restaurante Horno de San Miguel. La de Cabrales solo suele servir para reventar un buen entrecot y apestar todo el comedor o incluso la casa, cuando algún genio de los fogones decide dar el campanazo con sus amigos.
La primera es deleznable porque suele usarse para estropear buenos pescados, además de apócrifa, porque tanto el tomate como el aceite de oliva no se utilizaron en la cocina asturiana hasta más que mediado el siglo XX (salvo entre las clases distinguidas de Gijón, porque tenían fama los tomates de Somió y el aceite de oliva procedente de Sevilla, no en vano todo el comercio asturiano se hizo vía marítima hasta bien entrado el XX). Y respecto a la segunda, pues es cierto que los ingredientes son asturianos, pero no menos lo es que la Roquefort lleva documentada varios siglos y la de Cabrales empezó a prepararse con el boom turístico de los años setenta.
Hay una curiosa y algo esperpéntica “Salsa allandesa" (sofrito de cebolla, ajo, cebolletas, laurel y perejil, engordado con harina y alargado con caldo y vino blanco), que aparece en un no menos interesante manuscrito anónimo de mediados del XIX, probablemente el recetario más antiguo de Asturias. Es interesante este librito porque no reseña la fabada, algo que quedó demostrado con los escritos de Julio Camba en los albores de la Guerra Civil cuando la probó en casa de Melquiádes Álvarez, en Somió, Gijón, y se asombró de que nadie conociese tan formidable guiso en toda España, incluida Asturias.
Por cierto que habla de una salsa cabraliega, pero sin rastro de queso ni nata (sofrito de cebolla en mantequilla, verduras y pan machacado con especias y alargado con caldo). Claro que a la bechamel le ponía puré de legumbres, así que la señora tenía sus ideas personales sobre la ortodoxia culinaria (la verdad es que también describe una llamada Salsa Real Asturiana, pero no se la describo porque aburre).
Para diseñar esta “Nueva salsa asturiana”, me planteé sobre que producto base actuar, la sidra o la leche, porque ambos podrían dar verosimilitud a la criatura, pero son inmiscibles.
También están las castañas y el maíz, las primeras fueron soporte alimenticio (carbohidratos) desde que las trajeron los romanos, y el segundo desde que hiciese lo propio a principios del siglo XVI, D. Gonzalo Méndez de Cancio y Donlebún, verdugo del pirata Drake. El problema es que, al carecer de gluten, estos dos productos plantean no pocos problemas en la elaboración de salsas.
También está la manzana, pero eso de las salsas con fruta, si bien tienen mucha raigambre en las cocinas españolas, incluida la asturiana, hoy día resultan un poco demodés, un tanto cargantes, sobre todo si se aplican a un pescado.
¡Madre qué drama! ¿No seremos capaces de inventar una salsa decente que podamos bautizar con cierta dignidad y cordura como "asturiana"?
La verdad es que después de estos trabajos inquisitivos, llegamos a la conclusión de no debíamos diseñar una salsa asturiana, sino varias, porque realmente hay material para ello, como aquella Ensalada César de Onís que inventé hace casi veinte años (publicada en el diario El Comercio en 1997) y a la que nadie ha hecho ni pajolero caso.