Empanadillas caseras de bonito
Es una pena que en un país que se ha forjado gastronómicamente según las culturas árabe y judía, y donde por tanto las empanadillas han sido durante siglos un signo de identidad (ver Filikas ), por culpa de los dichosos prefabricados congelados, se haya perdido la tradición hasta el extremo de que las más famosas sean las del sketch de “Martes y Trece”.
En mi infancia había un bar en la calle Génova, el Chun Chao, donde las hacían a eso de las doce de la mañana, y había bofetadas para conseguirlas calentitas y crujientes. Hoy en todas partes te ponen unos engrudos que solo con verlos ya producen ardor de estómago.
Lo más latoso es hacer la masa, pero hay una comercial (La Cocinera), semi fresca, que resulta exquisita, siempre y cuando relleno está bueno, claro.
Este es tan sencillo como picar los ingredientes citados, remover para que se mezclen bien, y poner una cucharadita en cada oblea. Se cierra con el propio papel del envoltorio y se aprieta con un tenedor por todo el borde, procurando no pinchar el relleno. Conviene hacer una de prueba para comprobar la cantidad de relleno, porque es fácil pasarse y luego no poder sellarlas.
Deben freírse en abundante aceite (no lo manchan, así que se puede reutilizar), pero no demasiado caliente para que no revienten, aunque se puede subir el fuego mientras se fríen para que queden bien crujientes y nada aceitosas.
También conviene dejarlas reposar sobre papel absorbente para escurrir bien el aceite y luego pasarlas a la bandeja de servicio.
Como soy muy cervecero y tengo el recuerdo imborrable de los aperitivos de bar este que cité, pues yo las como siempre con una cerveza bien fría, pero lo cierto es que se dejan acompañar muy bien por cualquier cava o vino blanco, aunque preferentemente de sabores frescos y alegres, como el cava Huguet, uno de mis preferidos.