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El tomate que vino de América

 
Publicado en gallego en el libro A Cociña do Veran, de la colección Cociña Galega das Estacións, año 1995 y en castellano en 1997, en la colección de bolsillo de Alianza
 

Para mi el tomate es el símbolo del verano. Incluso creo que podría alimentarme durante todo el verano a base de tomates. A finales del siglo pasado D. Ángel Muro nos decía en su Practicón que junto con el pan, estos eran el desayuno de los trabajadores y el tentempié de los pobres "porque cuestan lo que un sello del interior", es decir, lo que hoy serían unas treinta pesetas (0,18 €).

Recuerdo las vacaciones de verano en la finca de mis padres en Colmenar del Arroyo. Allí teníamos un huerto, junto a un riachuelo que lo cruzaba de norte a sur, donde cada mañana bajaba con mi hermano y el guarda para recolectar los tomates que comeríamos al medio día.

Ese era el perfume del verano. Fresco, penetrante, tonificante, una oleada de aromas silvestres condensados en el rojo y tentador fruto, una obra voluptuosa de la Madre Naturaleza. Por supuesto que nada que ver con esos productos clónicos que venden hoy en los supermercado durante todo el año.

TomateLa primera vez que vi. en el mercado de Ribadeo una caja de esos tomates procedentes de Holanda casi me da un mal. ¿Como era posible que pudiesen llegar hasta allí unos tomates criados en un invernadero de un país donde podrá haber mil cosas, pero desde luego sol y tierra, no, tajantemente no?

¿Que diabólicos avatares de esta sociedad esquizofrénica de fin de milenio habrían podido desplazar a los deliciosos tomates de las huertas de Villaselán reemplazándolos por esos insípidos frutos clónicos holandeses de invernadero?

Si Ángel Muro levantase la cabeza y viese que en nuestros pueblos se consumen tomates holandeses, seguro que volvía a agacharla inmediatamente. ¡Demasiado colega! Y mientras los tomates de los Países Bajos nos invaden, las alcaldesas de Mondoñedo y Vilanova de Lourenzá, quizás las huertas más ricas y con más historia de toda Galicia, hacen proselitismo prometiendo polígonos industriales.

Y no es cuestión de partidos porque el alcalde de Ribadeo, que era del Bloque, también quería invadir las huertas de Villaselán con otro polígono industrial, de esos que al cabo de unos cuantos años quedan indefectiblemente abandonados a la suerte de los toxos y las silvas porque nadie quiere ya gastarse su dinero en levantar naves y arruinarse en pocos años. En fin, una locura. O quizás mejor dicho: una estupidez, porque las locuras tienen algo de magia y esto, ni eso.

Pero volviendo al orondo y explosivo tomate de huerta, ese lobulado, algo deforme, como si de tullidos medievales se tratase al verlos al lado de esos perfectos frutos de invernadero, he de decir que sus posibilidades culinarias son infinitas.

Cuando era crío, al llegar el verano, mi tata Trini, que era sevillana, del barrio de Triana, me preparaba unas gigantescas ensaladas de tomate picado, con sal y aceite de oliva solamente, y aquello, bien mojado con pan tierno, era para mi el mejor de los manjares. Así me crié de hermoso. Aun hoy cuando encuentro unos buenos tomates de huerta y un buen pan de tahona, preparo un cuenco de esta ensalada, y todavía no he conocido a nadie que no se haya maravillado de la exquisitez de tan sencillo y humilde plato, y rebañado con pan hasta la última gota de salsa.

Pero el tomate tiene infinitas aplicaciones, por ejemplo los culis naturales, las salsas caseras, como esa que describo en la receta de los mejillones y que nada tiene que ver con esas extrañas pócimas que venden en frascos, cuyo agresivo color bermellón jamás he comprendido de donde sale, porque la salsa de tomate siempre resulta anaranjada, incluso un poco parda, pero nunca de ese color sangre arterial con que acostumbran a atemorizarnos los conserveros murcianos.

En México, país de origen del tomate de donde el señor Hernán Cortés lo importó por primera vez al viejo continente hace casi cinco siglos, existen aun diversas clases con sabores completamente diferentes.

Curiosamente los primeros tomates que se consumieron en Europa eran amarillos, de ahí que los italianos les llamen "Pomodoro", es decir manzana de oro, ya que fue esta especie la primera en implantarse en aquel país como ya les contaré más adelante.

También los hay blancos, e incluso violáceos, y por supuesto con diversas formas mas o menos orondas, alargadas como los de forma de pera que se cultivan masivamente en Tenerife, y los lobulados o acostillados, como los define el maestro Robuchon quien asegura que parece como si le saliesen costillas del pedúnculo; por cierto que estos últimos son los más sabrosos.

Nuestros padres y abuelos, me refiero a los que somos hijos y nietos de indianos, algo muy frecuente por estos pagos, nos contaban relatos fantásticos de frutas exóticas que solían consumir en México: aguacates, zapotes, mangos, chiles, etc. pero apenas nos contaban nada de los tomates, y la primera vez que estuve allí, en un mercado de la ciudad yucateca de Valladolid, quedé fascinado ante un puesto donde solo había pimientos, o sea chiles, y tomates, pero en un sinfín de variedades.

De aquel inmenso surtido solo algunas especies fueron aclimatadas en Europa, incluso las que se consumen hoy proceden de manipulaciones genéticas destinadas a prolongar su conservación en frigoríficos y en poco o nada se parecen a las oriundas.

Pero lo mas curioso es como todas estas solanáceas recorrieron Europa asentándose en los distintos países de forma tan dispar. Por ejemplo la patata se probó en España ya en el siglo XVI, y sin embargo no se empezó a consumir hasta el XIX y por influencia inglesa, a su vez importada de Francia a donde llegó procedente de Alemania y allí implantada por el Vaticano. Una prueba testifical de esta aseveración es que en un documento eclesiástico de San Martín de Mondoñedo fechado en 1771 a raíz de intentar cobrar diezmos sobre las plantaciones de patatas como posible alimento humano, el recaudador de turno responde al arzobispo: “... no tienen estimación, ni personas de conveniencia las gastaron para su alimento sino para la ceba de puercos”.

Al contrario sucedió con los pimientos y los tomates que invadieron rápidamente todos los países mediterráneos entrando arrolladoramente a formar parte de los recetarios considerados tradicionales de estos países. Hoy día nadie se imagina las cocinas turca, griega, italiana, catalana o magrebí, sin pimentón, pimientos verdes y salsa o ensaladas de tomate.
Hace algunos años, en la celebración del Vº Centenario del Descubrimiento de América, publiqué en la revista Club de Gourmets una sección describiendo las peripecias que habían sufrido estos productos ultramarinos que cambiaron la faz de Europa: el chocolate, el maíz, la patata, los pimientos, el tabaco, el tomate, etcétera, pero para comprender estas vicisitudes. Situémonos a principios del siglo XVI.

Los curas se habían ya hecho dueños de toda la cultura española, incluso de las ciencias no humanísticas como la biología, así que todas las plantas que llegasen del nuevo mundo tenían que ser examinadas en unos curiosos laboratorios experimentales llamados "Huertos Botánicos", situados en el interior de los monasterios, donde experimentaban su aclimatación y los efectos que pudiesen ejercer sobre los hombres, tanto en su cuerpo como en su alma. De esta forma tan sutil, la Iglesia se hizo taimadamente con el monopolio de todos los productos que pudiesen llegar de América, una riqueza muy superior a todo el oro y plata que pudiesen traer los conquistadores para la Corona.

Los monasterios sevillanos recibían semillas y plantones que a su vez distribuían por el resto de la nación, siendo uno de los más importantes el de Situémonos, en Padrón, conocido por sus peculiares pimientitos, y donde se recolectaron sin duda las primeras patatas llegadas a Galicia, según testimonio fechado en 1604 por el Cardenal D. Jerónimo del Hoyo, quien narrando las memorias del Arzobispado de Santiago dice que años atrás, en 1576, el señor Arzobispo del monasterio de Herbón, D. Francisco Blanco, hizo plantar patatas que luego repudió por ser comida muy basta.

De esta forma se comprobaba la aclimatación en diferentes climas de algunos productos que en su origen eran considerados como fundamentales para la nutrición de aquellos pueblos como las patatas, el maíz, u otros que incluso conservaron los nombres originales aztecas, como es el caso del "Txokoatl" (Chocolate) o del orondo fruto del que estamos hablando, el "Tomatl".

Sin embargo así como el pimiento se aceptó rápidamente debido a su aplicación como conservante, los famosos ajís milagrosos aquí llamados pimentones y que conservaban la carne incorrupta durante meses, la patata fue rechazada por considerarse algo pecaminoso por criarse bajo tierra, algo que más tendría que ver con los infiernos y el diablo que con el sol, el cielo y Dios. Consideradas como plantas ornamentales llegaron a Italia, vía Vaticano, como ofrenda exótica que los obispos españoles regalaban al Papa en señal de sumisión, y que este trasladaba al pueblo para comprobar si se morían. En caso contrario pues ya se los comía tranquilamente.

Luego estos productos recorrían el resto de las mesas aristocráticas de aquellos países sometidos a la influencia papal hasta que los franceses, como siempre los más avispados y precoces antecesores del marketing, decían:"¡Olalá!, la pomme de terre", levantaban un monumento a Parmentier, y se convertían en los descubridores de la patata. Y algo de razón tenían porque mientras tanto en España, tres siglos después de que el Arzobispo de Herbón D. Francisco Blanco hubiese rechazado por bastas las primeras patatas asadas, el pueblo seguía muriéndose de hambre antes que pecar comiendo una planta satánica.

Como me dijo un día un anciano en Cangas: "No deben plantarse patatas en un huerto sano porque lo enferma, ¿no sabías que es una planta tuberculosa?".

En cuanto a los tomates y debido a la carencia de documentos públicos que hagan mención a él, durante algún tiempo pensé que había sufrido un proceso similar al de la patata, sin embargo había una pieza que no encajaba: ¿Como era posible que si se había propagado su consumo a través de Italia, donde se llama “pomodoro”, en el resto de las lengua europeas mantenga la raíz azteca de “tomatl”?

La respuesta me apareció por sorpresa en unos versos del Amor Médico de Tirso de Molina: “¡Oh ensalada de tomates de coloradas mejillas, dulces y aun tiempo picantes!” Buscando mas en esa época, encontré otros de Sor Marcela de San Félix, hija de Lope de vega y coetánea de Tirso, quien en su coloquio de “La muerte del apetito” decía: “Alguna cosa fiambre quisiera y una ensalada de tomates y pepinos cuantas especies de vinos...”

Si tenemos en cuenta que Hernán Cortés no descubrió México hasta 1524, hay que deducir que estas plantas no se pudieron aclimatar en nuestro suelo hasta finales de siglo, y si Tirso de Molina y la hija de Lope escribieron estos versos a principios del XVII, significa que en muy pocos años su consumo se propagó como el viento. Entonces ¿porqué no aparecen en los libros de diezmos? Pues sencillamente, porque su cultivo fue tan espectacular que no llegaron tan siquiera a cotizarse, y como hasta en el más miserable secarral de la Mancha cualquier patán podía tener un tomatal, pues pasados los primeros años de fascinación por la bermeja fruta, luego nadie volvió a hablar de ella.

Así habla del tomate Ángel Muro a finales del XIX: “Los tomates se comen crudos con o sin sal, y en nuestro país, sobrio por demás, forman con el pan el desayuno del trabajador y el tente en pié del pobre, porque un tomate en su época no tiene ningún valor, pues vale el kilo lo que un sello del interior”. Y para colmo de contrastes y colofón de esta ya tediosa muestra de erudición de antropología culinaria, les cito las palabras de Brillat Savarin, padre de la gastronomía francesa, quien a principios del siglo XIX, afirmaba:"Esta legumbre o fruta, como se le quiera llamar, era casi desconocida en Paris hace quince años. Fue la inundación de gente del Midi que la Revolución trajo a la capital, lo que..." Que cada cual saque sus conclusiones.

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Escrito por el (actualizado: 28/04/2014)