Castañas y magostos
Existe una viva polémica entre algunos eruditos gastrónomos sobre si la castaña fue traída a España por los romanos, o si ya antes era consumida por las tribus druídicas de la Europa fría.
Evidentemente, la controversia debe realmente apasionante para acalorar a tan distinguidos colegas, pero, honestamente, a mi me trae sin cuidado, e incluso me parece una chorrada cuando tenemos delante otro problema puntual solucionable: estamos a punto de perder un riquísimo recetario, que podría ser un valioso patrimonio para nuestros futuros cocineros.
Hasta que las patatas vinieron a ocupar su sitio, lo cual históricamente se puede decir que fue ayer porque hasta el siglo XIX no se popularizaron en estas tierras, las castañas fueron el soporte de nuestros grandes guisos, incluso es probable que hasta la fabada antes fuese una “castañada”, ya que las alubias también llegaron de América, y no se consumieron hasta tiempos tardíos.
Pero como casi todos los alimentos populares, este delicioso fruto fue considerado por la burguesía decimonónica propio de mendigos y gañanes, por lo que desapareció de las mesas distinguidas y así ni siquiera es citado en los mas famosos recetarios de la época, ni siquiera en los libros de Picadillo, ángel Muro, Julio Camba o la Pardo Bazán, y eso que eran gallegos.
Incluso en Madrid había quien las compraba en los puestos callejeros solo para meterlas en los bolsillos del abrigo y así calentarse las manos.
Evidentemente una distinguida señorita de Serrano no podía permitirse el desliz de comer el traidor fruto, y arriesgarse a ventosear inoportunamente mientras tomaba el vermut en el Roma.
Contaba mi padre, que siendo él un crío, por estas fechas solían ir al gallinero del cine Colón de Cangas de Onís, bien cargados de castañas recién asadas para pasar la tarde.
Desde allí llamaban al dueño que estaba en la garita de proyección, y le decían: “Félix, ¡Toma!” y soltaban un sonoro cuesco, a lo que el siempre taciturno empresario contestaba por el ventanuco: “¡Malditas castañas! ¡Como salga no queda uno sano!”.
Sin embargo la sabia cocina antigua tenía un buen remedio, que era cocerlas con hinojo, o en su defecto anís estrellado, lo cual confería un delicioso perfume y combatía eficazmente las flatulencias.Y bien que harían si eso hiciesen, porque casi tan sórdido como el hambre es la apatía, la indolencia por todo aquello que nos rodea, «Vivimos en el mundo cuando le amamos», nos decía el mismo poeta, y es que cuando ves pasar la vida sentado ante un televisor, solo se puede sentir abulia y desdén por toda la Creación.
Pobre de condición es la castaña, y pocas leyendas se pueden contar de un árbol que quizás fue traído a Asturias por los romanos, sin embargo en China, país de donde es originaria, los castañedos se plantan hacia el sol poniente, hacia el Noroeste, orientación de todo punto de vista incoherente para el buen desarrollo de los árboles, salvo porque reciben todo ese fascinante oro con que cada atardecer el Padre Sol los bendice, y parece ser que con ese mágico abono, es como dan los más turgentes frutos.
Esto se lo podríamos contar a los turistas en un bonito libro de recetas de castañas, donde de paso se les informaría de todo un sinfín de actividades lúdico-gastronómicas viables en estos días del otoño asturiano, pero eso ya sería ver el futuro con optimismo, y como estamos en noviembre, vuelvo a mi nostalgia, a mi dolor, a mi sufrimiento solidario con la Dirección Regional de Fomento por estos días de lluvia, causa inequívoca de todas las miserias astures.
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