Carta de puros
Hasta hace algunos lustros, era frecuente ver a las amas de casa manosear las barras de pan y hacerlas crujir para ver cual era la que mas le apetecía, con lo que el que venía detrás, tenía que tragarse el cuchu residual de la vecina, o hasta las miasmas del abuelito recién curado.
Afortunadamente ya es raro encontrar establecimientos que permitan tales actos antihigiénicos, pero sin embargo cuando se habla de hacer lo mismo con los puros, son los propios hosteleros quienes ponen el grito en el cielo alegando que si no llevan la caja a la mesa, no venden uno.
Bueno. ¿Y qué?
Acaso es su modo de ganarse la vida, o un servicio mas de su establecimiento.
Y cuando se encuentran con que en el fondo de la caja de Montecristo del Nº4, hay un par de ellos hechos astillas ¿donde está la ganancia del resto?
Claro que este problema suele quedar zanjado subiendo el margen comercial, u obligando a ese cliente poco habitual a tragarse los puros maltrechos, ambas conductas bastante frecuentes en no pocos locales de medio pelo, y que inciden de forma directa en los aficionados, induciéndonos a los consumidores a llevar nuestros propios cigarros.
Y aquí se plantea otra pregunta: ¿es ético ir a un restaurante con los puros en el bolsillo?, porque yo nunca he visto que los clientes entren con el vino o el jamón bajo el brazo.
Además, suele ocurrir que, por razones de obvia educación, no vas a encender un puro sin ofrecer al resto de contertulios, y así tu cubierto se puede ver incrementado respecto al de los demás en mil o dos mil duros, lo cual no tiene ni pajolera gracia.
Otra costumbre bastante folklórica de nuestra hostelería es acudir a la mesa con todas las cajas que haya en existencia, con lo que además de los ejercicios malabares que tiene que hacer el camarero de turno (llevar apliladas diez o doce cajas de diferentes tamaños, es todo un numerito de circo), el zafarrancho que se puede montar en la mesa puede ser morrocotudo, y no digamos ya si hay algún listillo que empieza a abrirlas una detrás de otra, generalmente para terminar escogiendo el canario mas baratín.
Luego, claro, llega el clavel, porque hubo un par de simples que eligieron «uno finito», sin saber que el Davidoff 3000 cuesta lo que una botella de Ribera del Duero, y si el cubierto supuso 4.000 del ala, pues la sobremesa subió otro tanto.
La solución es bien facil: Carta de puros.
En ella, al igual que sucede con los vinos, las diferentes variedades podrán ofrecerse de forma ordenada en función de sus calibres, origen, potencia, u otros parámetros, sobre los cuales un buen estanuqero podrá asesorarnos, tal y como sucede ya con algunos proveedores de bodega.
En ella vienen reflejados los precios, y podremos comparar las ofertas de cada casa.
Incluso el summiller debería poder asesorarnos (Tabacalera está impartiendo cursos gratuitos para profesionales), y hasta encenderlos, como sucede en Ducasse, donde, usando una boquilla de plata para evitar el chupeteo, si es nuestra voluntad, el puro nos llega ya listo para su degustación.
Claro que todo esto solo es válido si ya el estanquero, que debería ser máximo profesional, se comportase como es debido, y no permitiese que ese amiguete, en algunos casos ni eso, metiese la mano en tres o cuatro cajas, hasta dar con esa Faria que al parecer es de su gusto.
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