Criticar a los críticos
En algunas ocasiones, no pocas, me ha tocado soportar algún chaparrón por parte de lectores u hosteleros que no coinciden con mis opiniones y, lejos de tomar represalias, como mas de uno también ha dejado caer, tales discrepancias me han servido para mejorar mi trabajo o al menos para contemplar un mismo problema desde una perspectiva distinta.
Para empezar considero que el hecho de criticar a los críticos es un sano ejercicio social tan loable y plausible como cualquier otra conversación tertuliana, lo que viene a suponer que si la opinión surge de un damnificado, pondrá pingando al periodista, si ha sido halagado lo beatificará, y si el acto se produce por vía de otro colega, solo servirá para tirarse los trastos a la cabeza e iniciar una guerra de descalificaciones que, si al menos tienen gracia, pues divertirá a los lectores y hará ganar muchos duros al editor.
¿Debe o puede criticarse la crítica?
Pues claro que sí, ¿por qué no?, ¿acaso no somos personajes de la vida pública?
Pues entonces estamos igualmente sometidos a la opinión de quienes consumen nuestros productos, del mismo modo que nosotros cuestionamos otros servicios.
Otra cosa es la calidad de esa crítica en sí, porque para ser gastrónomo, pongo por ejemplo, se necesita una determinada preparación y cuando un profano pone en tela de juicio la valoración profesional de un vino con aquella lapidaria frase de chigre de: «Yo solo sé si a mí me gusta o no, así que déjame de cuentos y de puntuaciones de guías y ponme un Rioja, que eso es lo bueno", pues no va más allá de la propia autodescalificación, de descubrirse como alguien que, sin saber distinguir entre un Rioja bueno y uno malo, pone en entredicho un trabajo serio y una opinión objetiva.
Sin embargo, opinar argumentando criterios propios, aunque sea discrepando de las conclusiones de un comité de cata, puede ser un excelente ejercicio, incluso enriquecedor para el propio trabajo original.
Por ejemplo, en la foto de portada se muestra parte de una interesante cata horizontal de riojas, llamados de nuevo cuño por el autor del texto y director de la revista Sobremesa, J. R. M. Peiró, de la cosecha 1996.
Partiendo de la odiosa comparación con la ya casi mítica cosecha 94, los catadores coincidieron en que todos lo vinos estaban por debajo de las expectativas y así repartieron estopa a diestro y siniestro, dejando por debajo del notable a verdaderas joyas como el San Vicente, el Contino Viña del Olivo o el Pagos Viejos de Artadi.
¿Hablo de gustos propios?
No, hablo de conclusiones de otras catas ciegas, como una vertical llevada a cabo en Sierra Cantabria donde se comprobó que en San Vicente de la Sonsierra, los 96 estaban cien veces mejor que los 95, o de otra vertical en Contino, donde este 96 dejó enamorados a los 'plumillas del vino', como nos bautizó cariñosamente la revista Viandar, o del último premio Sibaritas en que Pagos Viejos arrasó con mitos como Vega Sicilia.
¿Se enfadará conmigo Pep (así le llamamos los amigos) porque publique mis discrepancias a su criterio o porque piense que su publicación necesita ya renovar un poco sus aires?
No lo creo, porque él es un buen profesional, pero aunque así fuere, sigo opinando que los críticos también debemos ser criticados, porque un buen rapapolvos a tiempo puede salvar mayores calamidades. Además, haciéndolo sin acritud, hasta puede resultar muy divertido, y si no que se lo digan a Quevedo y a Góngora.
P.D. Semanas después de publicar este artículo, recibí la desagradable noticia de que Pep, sí se había enfadado. De hecho cito las puyas entre Quevedo y Góngora, pero creo que a mi ex amigo le hubiera gustado más emular a Manuel Bueno, aquel escritor de poca monta, apenas conocido en su entorno, por haberle atizado un bastonazo a Valle Inclán en el madriñleño Café de La Montaña, que le costó un brazo, aunque durante el resto de su vida, D. Ramón María, presumiese de que se lo habían segado de un sablazo en un duelo en defensa del honor de una dama.
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