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Oviedo, comer, pasear y soñar

 
Publicado en la Revista Vino y Gastronomía, año 2000 y en la Guía Avis Ciudades con Gusto año 2001.
 

Urbanismo romántico. 

Conflictos políticos aparte (si los vascos están hasta el rabillo la txapela de oír hablar de terrorismo, los asturianos lo estamos hasta el picorotín de la montera picona de sufrir las consecuencias de las peleas entre nuestros dirigentes), lo cierto es que Gabino de Lorenzo ha puesto de gala Oviedo y, salvo alguna excepción que sin duda habrá pero que desconozco, todo el que visita la capital del Principado sale con la sensación de haber paseado por toda una ciudad europea.

- Pues sí que nos saca usted de dudas, exclamó un señorín con aspecto de lagarto que leía por encima de mi hombro, a ver si ahora nos va usted a sorprender diciendo que Asturias está en Oceanía.
- Perdone pero yo me refería a esas ciudades tan pocholas que salen en las películas de amor y lujo, como Aquisgrán, Basilea, o Friburgo, donde todo está tan limpito y bien cuidado como en nuestro propio jardín, con obras de arte sin marcas de barbarie urbana, con fachadas sin pintadas, con tiendas que respetan la arquitectura del entorno y con maceteros llenos de flores, en vez de con colillas, cacas de perro o botes de cerveza. En fin, como en un país civilizado en el que cuando algún vándalo tira un papel al suelo, las miradas de los transeúntes le hacen agacharse a recogerlo.

Hoy la Vetusta de Clarín es una pequeña joyita que cuida y restaura sus muchos monumentos, que limpia sus calles y parques, que reconstruye las casas en ruinas tal y como las describiera Don Leopoldo Alas allá por el lejano XIX, y que lucha por ser una ciudad amable y habitable, dejando las tentaciones industriales y mercantiles para otras urbes mas agresivas.

Pasear por su casco viejo es como volver al pasado ¿o quizás sería mas justo decir que viajar hacia el futuro? porque no estaría nada mal que el siglo XXI anduviese por esos rumbos, rehumanizando nuestras ajetreadas vidas, permitiéndonos volver a casa a pié con el periódico bajo el brazo y la barra de pan en la bolsa de la compra.

Una experiencia de lo mas alentadora es ir a la plaza del Fontán a última hora de la mañana y ver a los elegantes ejecutivos, portafolios de cabritilla en ristre, escogiendo en el puesto de Dª María esa lechuga que a su mujer se le olvidó comprar y que le pidió por teléfono que hiciese a la salida del despacho.
- Pues no le veo la gracia, intervino de nuevo el paisano con cara de saurio, todavía si me dijese que se estaba tomando unas cañas, pero mira que admirarse por comprar una lechuga ...
- Es que no me ha dejado usted terminar, porque lo suyo es irse desde ahí a tomar un vinín en Casa Ramón, claro que asumiendo el riesgo de sacrificar la comida, porque no conozco a nadie que se haya resistido a la tentación de sus pinchos. Unos orícios crudos o recién cocidos, la tortilla con patatas de Tineo, los lacones caseros, esos delicados fritos de pixín y de bacalao. En fín no sigo porque se hace la boca agua.
Y si tenemos ocasión de ir un martes, jueves o sábado, que son los días de mercado (a pesar de su caracter capitalino, Oviedo respeta esta costumbre con todo el caracter rural de antaño) porque a eso de media mañana, tomarse un caldín con las paisanas que venden hortalizas o quesos en la plaza, y a las que Ramón lleva sirviendo con absoluto rigor y respeto desde hace mas de treinta años, pues resulta una experiencia tan entrañable como tronchante, porque si una pescadera gaditana tiene gracia, a una verdulera asturiana hay que echarle de comer aparte.
En esta ciudad se va a pié a todas partes y sus parroquianos presumen de ello porque, además de ser muy bueno para la salud, la gente se encuentra en la calle por las buenas, sin tener que quedar en ningún sitio ni a ninguna hora.
- Qué raro, comentaba en voz alta un señor muy distinguido de pelo blanco a otro que chupaba con parsimonia un caramelo, hace días que no veo por aquí a José Manuel. Me extraña porque con el frío que hace, a Adela no la sujeta en Tiroco ni con garfios.
- No. Debe estar fuera. Creo que le han dado otro premio de esos de la gastronomía. Pero seguro que viene el martes a la tertulia de la Cofradía de los quesos. Al que me enteré que han operado de un ojo, es a Fidalgo.
- Caray. Pues vaya faena. Así no podrá escribir con perspectiva.

En Oviedo no solo hay un barrio antiguo magníficamente cuidado, si no que prácticamente todo el centro está restringido al tráfico y así, desde el Auditorio, que está en el extremo sur, casi ya en la salida de León, hasta el centro comercial de Las Salesas, situado en la misma ronda norte, se puede ir paseando sin oir las malditas y ruidosas motocicletas, ni tragando el humo de los autobuses, ni tan siquiera preocupándose de salvar la vida frente a un sádico taxista de esos que frenan sobre el mismo borde del paso cebra.
- Oiga, interrumpe otra vez el verde personajillo ¿sería usted tan amable de mostrarme ese paseo? Debe ser entrañable ver a toda esta gente tan fina pasear de un lado a otro como en las películas esas costumbristas de Querejeta.
- Bueno, pero que conste yo no soy de aquí.
- ¡Ah! ¿y porqué escribe usted esta crónica sin ser oriundo?
- Porque soy amigo del director de la revista.
- Ya, y ¿de donde es, si puede saberse?
- De Cangas de Onís, la primera capital de España.
- Qué honor ¿nació usted allí?
- No. Yo nací y me crié en Madrid, lo que pasa es que los Asturianos somos tan gallos que nacemos donde nos da la gana. De hecho mi padre nació en Tampico de Tamahulipas, México, y siempre fue mas asturiano que Don Pelayo. ¿Me entiende?
- Claro como el agua.
Como durante la conversación ya habíamos recorrido los alrededores de la plaza del mercado, lo que se llama El Fontán, pensé que lo mas ortodoxo sería subir hasta el Ayuntamiento y de allí ir hasta la Catedral.
- Qué bonito, qué señorial, hay que ver lo bien entonado que está todo. El Palacio municipal, las tiendas, los arcos ¿quién es ese personaje? inquirió el ávido turista señalando la figura en piedra de un clérigo con aspecto de obispo que preside ápice de la fachada de la iglesia.
- Ni idea. Yo de curas ando flojito, pero para mí que tiene cara de San Isidoro.
- Pues vaya mierda de guía que es usted.
- Oiga, sin faltar, que un servidor es gastrónomo y no guía de monumentos.
- Hombre, pues haber empezado por ahí. A ver ¿que comen ustedes?

De comer 

En Oviedo se comen fabes y desarme (potaje de garbanzos con espinacas y bacalao), pero también los mas fabulosos pescados del Cantábrico ya que las rulas de Gijón, Candás, Luanco o Avilés, están a veinte minutos del centro y así son los propios hosteleros quienes se acercan cada día hasta la costa para hacer acopio de formidables lubinas, merluzas o rodaballos, salvajes y recién pescados.

Una miradita a cualquier escaparate es toda una tentación a la que solo el respeto al bolsillo nos puede salvar.
Pero también hay otros muchos pescados menores, tan frescos y exquisitos como un salmonete, que pueden hacer de la mesa un banquete, o incluso otros que, a precios moderados y con el valor añadido de que a plazas como Madrid o Barcelona nunca llegan porque son mas delicados y su valor especulativo los hace despreciables para los intermediarios, son todo un festival de aromas marinos.
Una chopa a la espalda, un tiñosu con patatinos, una maragota a la sidra, un golondru a la cazuela o unas pizpiretas julias simplemente fritas, son bocados por los que un buen gastrónomo justifica el viaje hasta allá donde se encuentren.
Y otro tanto sucede con los mariscos porque dispuestos a sacudir la cartera, en Madrid, o en Albacete, bien se puede uno regalar con una soberbia langosta, pero a ver quién es el guapo que da con una buena fuente de orícios (erizos de mar) de la última baja mar, fuera de estos valles. O de un guiso de llampares (lapas), o hasta de una ñocla (buey de mar) a la plancha, que si no es ya marisco de pobres, su precio tampoco llega donde los intocables percebes, quisquillas o bugres (bogavantes).
- ¡Don José! buenos días, hoy tenemos unes andariquines pistonudes, nos tentó Juan Carlos, piquiñines pero recién salíes de la mar. De Tazones vienen. ¿Non quier probales?
Y claro, a unas nécoras tazoneras nadie se puede resistir.
- Oiga, y me va a plantar usted aquí, protestó mi rémora.
- Se trata de un compromiso, le susurré al oído, no se preocupe, en seguida estoy con usted. Mire, aquí al lado hay una tienda especializada en bacalao. Vaya usted de mi parte y pídale a la chica que le informe de todo lo referente a las islas Feroe.
Como suele ser habitual el aperitivo se complicó porque Marcelo, el dueño, sabe de mi pasión por las croquetas y las de jamón de bellota que prepara José, su jefe de cocina, son realmente sublimes, así que entre las anchoas, el cava y una cazuelita de callos, cuando me quise acordar de mi improvisado acompañante, este hacía aspavientos entre los pescados de la fastuosa vitrina.
- ¿Quien es ese tipo tan feo? me preguntó mi anfitrión y con una breve explicación de como sin quererlo me había convertido en guía turístico, me despedí de la casa para evitar que homínido crease un tumulto en plena vía pública.

Para que se calmase tuve que pasearle un rato por el Parque de San Francisco, orgullo de la villa, y tierras donde clava sus raíces uno de los mas antiguos carballos (roble) del Principado, árbol responsable de que familiarmente a los ovetenses también se les llame carballones (en realidad este no es el verdadero Carbayón. Aquél fue abatido para ensanchar la calle Uría y en su lugar luce hoy una placa conmemorativa).
Mientras el hombrecillo recobraba su aplomo acechando un moscón medio mareado por los rigores invernales, le conté como la capital del Principado es un centro gastronómico en toda regla, que cuenta con afamados restaurantes de lujo como Casa Fermín, La Corrada del Obispo, o del Arco, presentes de toda guía que se precie con las mas altas puntuaciones, pero también con una espectacular cocina popular, representada mayoritariamente hoy día por las sidrerías y las parrillas.
Antes había casas de comidas como La Campana, en la calle San Bernabé, donde preparaban magníficos guisos, pero este tipo de locales ya ha desaparecido y su espectro lo cubren las sidrerías. Hoy en el lugar de aquel comedor hay otro muy interesante por la calidad de su cocina y lo moderado de sus precios, Las Campanas de San Bernabé, cuya visita merece la pena, sobre todo si vamos algo apretados de presupuesto.
Pero me voy a centrar en las parrillas y sidrerías.

De chigres y parrillas. 

Comer de pinchos es una costumbre impensable entre los asturianos, pero no porque nuestros bares no tengan tentadoras barras, sobre todo en Oviedo, si no porque el buen fartón necesita sentir el peso de la cuchara, el protocolo de la mesa y, salvo prescripción facultativa, el remate de café, copa y puro.
¿Han de ser pues todas las comidas formales?
Por supuesto que no, ni mucho menos, lo que sucede es que disponemos de dos formas de hostelería autóctonas: las parrillas y las sidrerías.

Las parrillas tienen su origen en los nuevos indianos, emigrantes que, a diferencia de los de principio de siglo que volvían de América con colosales fortunas, estos, después de años de esfuerzo y sacrificio, apenas reunieron el dinero necesario para poner un barín en su pueblo en el que seguir rompiéndose la espalda cada día para ganarse la vida.
Allá vieron como el pueblo se reunía en auténticos hangares para comer churrascos y chorizos criollos con chimichurri, y probaron fortuna aquí con esa idea.
Pronto, aquella forma económica de ponerse hasta las cejas de carne, invadió nuestra región, pero poco a poco se pasó la fiebre y hoy quedan unas cuantas que han evolucionado hacia una magnifica calidad, ofreciendo, además de excelentes cortes de carne, otros platos de cocina y pescado fresco a la plancha. Algo así como los asadores ondarreses, pero con una marcada personalidad asturiana, y por supuesto, con sidra.

- ¿Y los chigres, qué es eso?
- Bueno es que en realidad aquí a las sidrerías les llamamos chigres, informé a mi hombrín. Verá, se trata de una historia muy simpática. Se cuenta que hace muchos años, un marinero jubilado de Cimadevilla, apenado por las fatigas que veía diariamente padecer a la mocina de un bar que frecuentaba cada vez que tenía que abrir una botella de sidra con aquellos siniestros sacachorchos de alambre, decidió dar solución a sus penas y, aprovechando un viejo chigre en desuso, diseñó un curioso invento.
- ¿Y dale, pero qué es un chigre?
- En términos náuticos, chigre es una maquinilla, un aparato que consta de una palanca y un desmultiplicador y que se usa para cazar o largar cabos, ya sean para arriar o izar los botes, redes de pesca o cualquier otro objeto fijado al otro extremo.
- Pues fíjese, nunca lo había oído y eso que soy aficionado a navegar. Cada vez que me tengo la tarde libre, salgo a dar un paseo en barca por el Retiro.
- Ya, es que en náutica deportiva, como los ingleses fueron los pioneros, pues a los chigres se les llama winchs.
- ¡Ah! claro. Pero siga, siga, cuente lo del chigre.
- Bueno, pues como le decía, el viejo marinero fabricó el artilugio para aliviar los sufrimientos de la linda camarerina, y tan excelente fue su resultado, que al poco tiempo, un industrial vasco decidió fabricarlos en serie. Pronto toda sidrería que se preciase, tenía el estrafalario sacacorchos, porque los parroquianos, encantados con el sofisticado aparato, decían «vamos a tomar una sidra al bar del chigre» y así, hoy ya se les llama sencillamente, chigres.
- ¿No quedará ya operativo ninguno de esos ingeniosos sacacorchos? Aunque solo sea por hacerme una idea, sabe.
Y dicho y hecho.
En un santiamén bajamos por la calle Jovellanos hacia el llamado Boulevard de la sidra, la calle Gascona, una especie de ruta de vinos que cada tarde se atesta de juventud, ávida de disfrutar de nuestra bebida regional.

Al pasar por delante del escaparate de Camilo de Blas me detuve un instante para explicar a mi accidental huésped que en esta elegante confitería se inventaron hace casi un siglo los hoy ya famosos carbayones. Como no podía ser menos tuvimos que entrar y comprar una bandejita de recuerdo, y como es costumbre de la casa para con los visitantes, el dueño le regaló una postal que da testimonio de que las vitrinas se mantienen igual que en 1914.

Mas contento que unas castañuelas con su paquetito colgado del dedo índice por un cordelín, doblamos la esquina de la citada calle y el paisano casi se me muere del susto.
- ¡Qué barbaridad! ¿Pero de donde ha salido tanta gente? Con lo tranquilo que parecía Oviedo y esto es como Pamplona en San Fermín.
- Sí, pero sin toros. Le voy a presentar a un amigo que tiene aquí un chigrín la mar de guapu.
Entramos en el primero y al segundo apareció el patrón, abriéndose amablemente paso a codazos entre sus miles de clientes y con su eterna hiperactividad a flor de piel. Tuve que explicarle que, a pesar de su aspecto, mi acompañante no se alimentaba solo de insectos y que le encantaría probar una tablita de quesos artesanos.
En esta casa, además de tener el mayor surtido imaginable, tienen el detalle de colocar una banderita con el nombre del tipo sobre cada trozo y entregar aparte una hoja informativa que explica sus características.
- Qué detalle. ¿Se trata de una empresa subvencionada o lo hacen por amor al arte?
- Pues desgraciadamente es iniciativa privada. Aquí todo lo bueno sale del esfuerzo de los pequeños empresarios. La Administración solo recauda para, supuéstamente, financiar proyectos que nunca ven la luz. Para ideas que benefician la imagen de Asturias, como esta, y cuya rentabilidad se puede demostrar, ni agua. Así nos luce el pelo.
Instintivamente barrí con la vista la brillante y escamosa calva de mi contertulio, lo que me provocó cierta hilaridad, pero como comprobé que tras los gruesos cristales de sus lentes, el ser había advertido mi mirada, decidí correrle una larga cambiada.
- Por cierto, no nos hemos presentado ¿como se llama usted?
- Tritón, respondió muy serio mientras su color viraba del verdoso al pardo rojizo, efecto habitual que se produce en los reptiles al engullir una porción de picante queso de Cabrales.
- Ya, claro. Le pega mucho.
- ¿Y usted?
- Pues yo, Pepe, como todo el mundo.
- Claro, claro.
Seguimos allí un rato bebiendo sidra porque mi ya amigo, Tritón, estaba fascinado con aquel ambiente chigrero. Además vió funcionar de cerca el famoso sacacorchos y hasta tuvo ocasión de taladrarse una mano con él mientras intentaba infructuosamente abrir una botella.
- Hay que ver. Qué habilidad tienen estos muchachos. Abren cientos de ellas y sin el menor rasguño. Me imagino que en esta casa cobrarán un sobresueldo por peligrosidad ¿no?
Tuve que explicarle que todas las sidrerías de Asturias cuentan con el decorativo ingenio y que no solo no se trata de un ejercicio de malabarismo, si no que es la única forma de poder abrir sin el menor riesgo los miles de botellas que cada día se consumen en nuestra región.
Terminé preguntándole si le apetecería cenar una parrilla
- ¿Después de esta barbaridad? Qué horror. Pero en fin, si usted invita.
Decidí vengarme de su gorronería paseándole por los mas apetecibles comedores de los alrededores, otro atractivo ovetense y para ello cogimos el coche.

A cinco minutos. 

Gracias a las nuevas circunvalaciones, entrar y salir de la ciudad es cuestión de un par de minutos y en apenas cinco o seis, plantarnos en un magnifico restaurante en medio del campo, ya que hay una autentica nube de excelentes parrillas, chigres, casas de comidas y hasta comedores de lujo.
Para apabullar al visitante empecé por este último tipo y lo llevé al Cabroncín, un precioso chalet en la salida hacia Lugones donde Pedro Martino prepara hoy día una de las mas atractivas cocinas de autor del Principado (hoy se ha trasladado a Las Caldas y se llama L’Alezna).
- Que bonito. Hay que ver qué buen gusto. Y con hórreo y todo.
Saludamos y nos fuimos.
- Es una pena que no tenga usted hambre, aquí preparan verdaderas exquisiteces.
- Hombre, yo, si hace falta, en fin ...
- Nada, nada, le voy a llevar uno que seguro le suena mas y está aquí cerca, La Máquina, la fabada mas famosa de Asturias.
- Bien, bravo. Parece que ya me está volviendo el apetito.
Moncho nos enseño su colección de locomotoras y otros utensilios ferroviarios y cuando mi invitado empezaba a babear al olor de las fuentes que salían de la cocina, le asesté otro cruel estacazo:
- Vamos a Casa Laureano. Verá usted que sitio tan simpático.
- Oiga, y la fabada.
- Otro día, cuando tenga usted hambre.
Cabizbajo y refunfuñando conseguí meterlo en el coche, pero como el trayecto es corto, al llegar al curioso estanco de Posada de Llanera, su semblante recuperó la sonrisa.
-¿Vamos a cenar en un estanco? Qué original.
Nada mas abrir la puerta y percibir los efluvios de la comida casera que aun preparan Luisa y sus hijas, Tritón abrió su enorme boca para embriagarse con tan sabrosos recuerdos. Eran aromas a abuela, a años en que nos sentábamos a la mesa con apetito, a tienda de aldea, a cera en los muebles.
Pero un grito desgarrador rompió toda la magia.
Menchu, a la vista de tan horrible personaje, había tirado una sopera por encima de un elegante ejecutivo (allí acostumbran ir señoritos muy finos, yuppis y cosas así) y corría escaleras arriba pidiendo auxilio.
Pronto salió María Luisa y al verme ya se tranquilizó.
- Pero como traes eso aquí. Sal, sal por Dios de aquí y llevate a esa cosa lejos de mi vista.
Tritón no pudo reprimir una lágrima y, enjugandose sus desorbitados ojillos de camaleón, salió de la casa camino del coche.
Sentí lastima por el bichejo, pero recordando su tacañería me ensañé de nuevo con él.
- Es una pena, porque el pote olía de miedo.
- Ya. Dígamelo usted a mí, que con el recorrido que llevamos, se me ha abierto un apetito que ni le cuento.
- Entonces pagará usted ¿no?

Movió un poco la cabeza sin demasiada convicción, por lo que decidí rematar la faena con un arma letal, El Llagar del Quesu.
Como es habitual en esta casa la gente rebosaba hasta por las ventanas, pero así y todo conseguí llevar a mi reptil hasta la barra. Ya desde lejos José me había saludado con su eterna y bonachona sonrisa, y mientras Tritón intentaba en vano contener sus salivas a la vista de tantos metros cuadrados de apetitosas costillas, chuletones y piernas de cordero asándose suavemente al amor de la leña de roble, el anfitrión estrechó mi mano.
- ¿Os quedaréis a cenar, no?
Tritón empezó a agitar alocadamente su cabecilla en gesto afirmativo a la invitación de mi amigo, pero como un jarro helado contesté lacónicamente:
- No, gracias José, hay mucha gente esperando y no te voy a ocupar una mesa. Solo quería que este guiri conociese tu casa. Ya volveré por aquí otro día.
- Esta usted loco, lloriqueaba mi hombrecillo mientras se sujetaba la cabeza con sus huesudas manos, ¡pero si el dueño es amigo suyo! Seguro que nos habría colado ¡y con la pinta que tenía todo! Usted quiere acabar conmigo, ¡canalla, asesino! ¿Pero yo que le hecho? Debe usted confundirme con alguien, no sé, con Rafael García Santos, con Ansón, con la Mijares, con su inspector de Hacienda, no sé con que demonios, pero le juro que yo no le hecho nada. Por lo que mas quiera, dé la vuelta, apiadese de un pobre saurio que visita por primera vez Oviedo.
Ya en el coche le expliqué que tanto a José Antonio como a Juan Ernesto, su socio, les podría pedir que nos invitasen a una botella de Vega Sicilia en la barra mientras esperábamos, pero nunca que nos colasen delante de la lista de espera, porque eso sí que no lo harían ni con su madre.

Con la cabeza entre las piernas y completamente hundido en su miseria, llevé al arrepentido gorrón hasta La Venta del Jamón, otro precioso local que las guías de restaurantes suelen incluir en Oviedo aunque se encuentre en Pruvia de Llanera.
Allí, casi sin apetito por la gran cantidad de mocos y lágrimas que había tragado por el camino, Tritón asumió su responsabilidad pecuniaria y entregó la cartera nada mas entrar.
La cena fue casi tan deliciosa como la sonrisa de Tere (hoy ex) y así, poco a poco, mi pagano fue recuperando cierta apostura humana mientras Amado, el dueño y señor de la casa, además de esposo de la maravillosa anfitriona ya citada (hoy ex), nos sacaba exquisitos arroces y esas suculentas carnes rojas de los valles astures que pueden comerse sin la menor sospecha de locura.

Otras cosas, pero que no se comen. 

A la mañana siguiente y ya en plena forma, bajábamos cogidos del brazo por la calle Pelayo cuando interrogué a mi acompañante sobre si recordaba el escaparate de pescados que tanto nos había fascinado el día anterior.
- Mire hombre, si es ahí mismo. ¿No lo vé?, y aquello es el Teatro Campoamor, donde se entregan los premios Príncipe de Asturias.
En eso volví la cabeza y pude comprobar que al saurio se le habían dado la vuelta los ojos sobre sus órbitas mirando los sublimes andares de una preciosidad enfundada en un abrigo de cuero que acababa de pasar a nuestro lado.
- ¿Qué? me contestó turbado, moviendo su bífida lengua entre los dientecillos.
- ¿Que si se acuerda usted de los rodaballos que colgaban ayer en la vitrina de La Goleta?
- Ah. Pues no sé, pero ¿es que usted solo piensa en comer?
- Cochino. Asqueroso. Suélteme inmediatamente. No le da vergüenza a su edad pensar en esas cosas. Ya sé que pasear por Oviedo es terrible porque sus niñas son monas hasta los cincuenta años, pero usted y yo, con lo feos que somos, no tenemos derecho ni a mirarlas.
Subido a una de las farolas fernandinas del bulevar, el hombrín, aterrado y sin apenas voz, se limitó a responder:
- Yo no me refería eso. Se lo juro. le preguntaba por actos culturales. Ópera, teatro, música de cámara y esas cosas. Me pegaba mucho que a gente tan elegante les fuera todo eso. Líbreme Dios de pensar en otras procacidades.
- Bueno, bueno, pero no me coja mas del brazo, que me empieza usted a dar un poco de asco.

Pero la verdad es que el paisanín tenía razón porque en esta plaza, entre el Auditorio y el Campoamor, raro es el día que no hay algún concierto, ópera, zarzuela o teatro.
Quizás Oviedo sea una de las ciudades con mayor actividad cultural de España, aunque otras lleven la fama, y es que, a pesar de la casi desproporcionada oferta para apenas doscientos mil habitantes, en cada acto las salas están rebosar, y claro, así los promotores traen a las mejores orquestas y compañías, aparte de las ya propias.
Pasar un fin de semana durante la temporada de ópera es una delicia, porque media ciudad gira en torno suyo y hasta los restaurantes tienen previsto cerrar a altas horas de la madrugada para dar de cenar a espectadores y músicos.
- Magnifico, esplendido, hay que ver que edificio mas elegante.
Estábamos precisamente ante el Auditorio, una construcción de vanguardia donde se realizan congresos y exposiciones, amén de su actividad musical.
- Oiga, no me ha enseñado usted aun la Catedral. A mí sus prejuicios religiosos me traen al pairo. Yo quiero ver la Cámara Santa y todas esas cosas.
- Bueno, está en la otra punta, pero así haremos el paseo de que le hablaba ayer.
Bajamos por la calle Perez de la Sala, que mas abajo se llama Rosal, luego Pozos, a continuación Ramón y Cajal y en su última manzana, Mendizabal (todos estos nombres en apenas quinientos metros) y al llegar al primer cruce, con Santa Susana, le indiqué donde está la plaza de San Miguel.
- Ahí está Casa Arturo, un asador que prepara unas carnes excelentes.
- Oiga no empecemos ya como anoche, que vaya pesadilla. Cuando sea la hora de comer vamos donde usted diga, y pago yo si hace falta, pero sin recorrido, que no tengo el estómago para bromas.
- No me extraña, es que mira que alojarse en El Reconquista. Le sobrará a usted la pasta, porque si no, hay que tener mal gusto. La próxima vez, vaya usted a Casa Camila, un chalet reconvertido en hotel rural. Precioso. Mire, está ahí, le dije señalando el monte Naranco, en la falda de esa montaña. Desde él se ve todo Oviedo, y además tiene un restaurante de lo mas coqueto.
- Es que yo soy funcionario, sabe, y me hacen descuento. Además el edificio es una maravilla, de lo mas lujoso que yo haya visto.
- Sí pero se come fatal.
- Bueno es que yo solo desayuno un café bebido.
- Estaría pésimo.
- Ya.

Rodeamos la antigua Facultad de Derecho, hoy sede del Rectorado y nos paramos en la plaza Porlier. Desde este cruce se ve la Catedral, el palacio de Camposagrado, el de Toreno, el de Valdecarzana, y la citada Facultad que es en sí otro magnifico edificio. Todo un enclave monumental.
- Ahí tiene usted su catedral. Mientras usted bebe el agua bendita, yo voy ahí enfrente, a Casa Fermín, a ver a mis amigos Luis Alberto y María Jesús. Si le parece nos vemos a las dos en esta cafetería que se llama El Florida.
- Qué rara es ¿no?
- Ya, es que el dueño es arquitecto, y ya sabe usted como son.
- ¡Dígamelo usted a mí!
- ¿Pues a quién cree que se lo estoy diciendo?
A la hora fijada apareció por la puerta mi hombrecillo verde, y tras caer rodando por las escaleras y pedir disculpas al camarero que arrolló, mientras se sacaba una aceituna rellena de una oreja me confesó encantado:
- Qué preciosidad. Estoy fascinado. Es pequeñita, pero majestuosa, y la Cámara Santa, sobrecoge.
- Ya, ya, venga, dejese de monsergas y pague, que le voy a llevar a un comedor precioso.
Rodeamos la catedral y entre callejas, arquivoltas y canecillos, llegamos a la plaza conocida como La Corrada del Obispo (aunque su nombre oficial sea el de calle Canóniga), donde a un lado se encuentra un restaurante con ese mismo nombre, y a otro el museo Diocesano.
- ¡Qué cosa tan bonita! exclamó el reptil mientras trepaba hacia el primer piso, pero esto es una locura, deben tener ustedes la mayor concentración de restaurantes por habitante de Europa. Y todos a cual mas fantástico. ¿Como es posible que esto no se sepa en el resto del país?
- Pues ya vé. Decía Clemenceau que Argentina era un país tan rico que su economía se recuperaba durante las ocho horas que sus políticos dormían. Pues aquí deberían dormirse ya para toda la vida y así quizás pudiésemos salir adelante.
- Tiene usted razón. Déjelo de mi mano. Le juro que cuando vuelva el lunes al ministerio, pienso decirles a todos mis compañeros lo bonito que es Oviedo y la magnífica oferta hostelera que tienen. Palabra de Tritón.
Y así quedamos.

Escrito por el (actualizado: 14/08/2014)