Antigua Roma
En realidad la aportación de Roma no fue demasiado revolucionaria, sobre todo si la comparamos con la árabe o la americana, porque lo más destacable de esa invasión fue su cultura, sus redes viales y sus monumentos, pero en cuestión alimentaria tan solo introdujeron tres elementos importantes: el castaño, las salazones y las vacas. De hecho quizá ya se preparasen salazones por los fenicios, y fueron también ellos quienes introdujeron el cultivo de la vid, el olivo y cereales como el trigo.
Roma sofisticó los cultivos, por ejemplo con sus técnicas de injertos que cambiaron los ralos acebuches en orondos olivos.
También trajeron variedades más productivas de trigo y enseñaron a cultivar legumbres como las lentejas, los guisantes y los garbanzos, aunque estos ya los habían traído los cartagineses. Si trajeron grandes coles, lechugas y acelgas, pero como ven no son productos de impacto, ni siquiera los mencionados al principio, porque no había vacas, pero si cabras, y por tanto leche y queso. Tampoco había castañas, pero si bellotas, de hecho se usaban secas para hacer una especie de pan.
Griegos, fenicios, judíos, romanos..., en realidad aquellos tiempos fueron el paso de la prehistoria a la historia narrada, ese fue el gran cambio, casi el origen del hombre a partir de un primate.
Quizá merezca reseñarse puntualmente lo que fue cultura sefardí.
A pesar de ser un pueblo culto que llevaba siglos de escritura y tenía la buena costumbre de reseñar todo lo que sucedía en sus asentamientos, no hay datos concretos de su llegada a España, quizá desapareciesen en la vergonzosa quema que llevó a cabo la Iglesia a raíz de la diáspora de 1492.
Según los estudios más recientes, los primeros asentamientos debieron producirse en la cuenca del Guadalquivir hacia el siglo VIº a.C., con motivo de la destrucción de Jerusalem (586 a.C.), lo que coincidiría con los mandatos recogidos en el libro de Abdías:
“La multitud de los deportados de Israel
ocupará Canaán hasta Sarepta,
y los deportados de Jerusalén que están en Sefarad
ocuparán las ciudades del Negueb.”
Abdías 1:20
(En los textos bíblicos, se llamaba Sefarad a la península ibérica).
Sea cual fuere la fecha de su llegada, lo cierto es que hay numerosas referencias a sus asentamientos en esa región antes de la invasión romana, lo que, junto a la colonización fenicia (todo formaba parte de la antigua Fenicia), nos lleva a pensar que fueron estos los primeros pobladores de la península que trajeron consigo costumbres gastronómicas dignas de consideración.
Si les interesa el tema, les recomiendo que visten la página de
Cocina sefardí, donde explico con más detalle la gastronomía de esta cultura.
Los árabes
La barbarie, o integrismo, que se dice ahora, no lo inventaron los Hermanos Musulmanes durante la Primavera árabe, ya en el siglo XV, la Iglesia católica arrasó con todo lo que pudo de una cultura que había mantenido a España a la cabeza de Europa durante ocho siglos.
No solo fueron expulsados de sus casas, de sus pueblos y de sus campos, sino que se quemaron todos los libros escritos en esa lengua.
Para los antropólogos hubiera sido una fuente fabulosa de información para conocer las costumbres precolombinas, sobre todo en cuestión de gastronomía, donde habían desarrollado una tecnología que asombraba a cuantos embajadores visitaban nuestro país.
Yo tengo una traducción al francés de un libro escrito hacia 1230 por un murciano llamado Ibn Razin al-Tuyibi (Abu l-Hasan 'Ali ibn Muhammad ibn Abí l-Qasim ibn Muhammad ibn Abí Bakr ibn Razin al-Tuyibi), el Fudalat Al-Khiwan (algunos textos lo escriben Fadalat Al-Jiwan (Fadalat al khiwan fi tayybat et-ta'am Wa-I-alwan), que se salvó milagrosamente porque fue llevado a Marruecos por un comerciante antes de la persecución y que nos muestra una cocina tan refinada que hoy día nos deja epatados.
A pesar de la barbarie católica, aún nos quedan los productos que los árabes trajeron y que cambiaron nuestra alimentación, tales como el arroz, la caña de azúcar, los cítricos, las almendras, los duraznos (melocotones, albaricoques, piescos...), y la pasta, porque si bien esta se consumía en Roma (lo de Marco Polo es una gamberrada), se hacía de forma muy basta, y los árabes llegaron a un refinamiento extremo, como es la pasta filo y las lasañas.
Embajadores de Francia, Venecia y Génova describían en sus crónicas la España árabe cómo un infinito vergel de frutales, huertos, olivares, viñedos, naranjales, limonares y grandes extensiones de cerales. Un país de cuento en una Europa de hambre y horrores, porque los sistemas de regadío y producción agrícola, producían comida para todos, ricos y pobres, moros, cristianos y judíos.
Hace unos días, en el canal TV5 Monde, emitieron un gran programa sobre Agnés Sorel, la favorita del rey Carlos VII de Francia. Como los franceses analizan la historia concatenando todos los aspectos del escenario, narraban la vida de Jacques Coeur, un rico comerciante a quién el rey debía tanto dinero que intentó matarlo acusándole de la muerte de Agnés Sorel. Entre otros detalles, narraban cómo Coeur estableció comercio con Damasco en 1432 y trajo de allí maravillas que epataron a toda la corte, como la técnica de fabricar helados. En el año 773, con motivo de la independencia del Emirato de Córdoba, una embajada lombarda visitó a Abd al-Rahmán I y, en la crónica de su viaje, narrando el refinamiento de aquel país, apuntaron que había probado un helado de crema de pistachos con pétalos de rosas de Hispahan. ¡650 años antes! España vivía con más de seis siglos de adelanto respecto a Francia, lo que equivale a decir Europa.
Durante ocho siglos España fue un país exótico en que la astrología, agricultura, matemáticas, arquitectura, poesía, música y demás ciencias, entre ellas la gastronomía, volaban en otra dimensión respecto al resto de Europa. Sin entrar en los aspectos políticos y religiosos, que no me incumben, los banquetes con que se agasajaba a los embajadores visitantes, deslumbraban a estos hasta tal extremo que cuando volvían a sus países y describían lo que habían probado, hasta eran castigados por narrar fantasías. Productos impensables como el azúcar, el arroz, los pistachos (en español debería llamarse alfóncigos), almendras, naranjas, etc., permitían elaborar una repostería que superaba la imaginación de cualquier cristiano.
Las mentiras que Marco Polo narró de sus supuestos viajes a Oriente, eran una burda parodia de lo que varios siglos antes habían descrito los embajadores venecianos que había visitado la corte cordobesa.
Pero quizá lo más fantástico, es que el pueblo comía, se alimentaba correctamente, no como en la España cristiana en que solo se rezaba al santo patrono para hubiera grano con que hacer pan y sobrevivir otro invierno.
Luego llegó la oscuridad, el ayuno, la abstinencia, la penitencia, el pecado, la miseria, el triunfo de la Iglesia católica