EL CONTEXTO HISTÓRICO EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX
Hablar de la historia de España durante el siglo XIX supone hablar del paso del Antiguo Régimen al Estado Liberal, cuestión que implicaba la desaparición de la monarquía absoluta como forma de gobierno y su sustitución por las monarquías constitucionales y parlamentarias. Desde el punto de vista social, el cambio de régimen supondrá la transformación de la vieja sociedad estamental, regida por el privilegio, en una sociedad de clases en la que la posesión de una mayor riqueza otorgaba una mejor posición en la jerarquía social.
Las ideas revolucionarias que a finales del siglo XVIII habían derrocado en Francia a la monarquía absoluta y al sistema socio-político sobre el que se sustentaba, llegarán a España con el tiempo, pero serán interpretadas de una forma muy diferente. La constitución de Cádiz, que proclamaba la soberanía nacional y el sufragio universal -eso sí, masculino e indirecto-, fue derogada por Fernando VII, un rey al que el pueblo aclamaba con el apelativo de “El deseado” pero que a su vuelta a España optó sin titubear por una vuelta al absolutismo.
En 1820, durante un breve período, el llamado Trienio Liberal (1820-1823), devolvió vigencia a la Constitución de 1812, sin embargo la Francia restaurada ayudó a Fernando VII en el restablecimiento de un decenio que ha sido denominado por algunos historiadores como la “década ominosa (1823-1833)”.
A la muerte del monarca, la cuestión sucesoria puso de manifiesto una situación que marcaría la evolución política de España durante el siglo XIX, ya que el rey Fernando VII que solamente había tenido una hija y ningún varón. El resultado fue un país gobernado por sectores minoritarios y privilegiados socialmente que ponen en marcha reformas siempre en su propio beneficio. Un grupo social, la nobleza, que no quiere perder sus privilegios y un estamento otrora privilegiado por sus relaciones con el poder, el clero, que contempla cómo la alianza entre el Trono y el Altar, que le garantizaba toda sus privilegios, va a verse negativamente afectada en el nuevo orden, por lo que intentará preservar por todos los medios sus antiguas prebendas. Finalmente debemos de hablar de un grupo emergente, la burguesía, que desea una nueva situación en la que su dinero sea garantía de poder frente a los viejos privilegios de los estamentos del Antiguo Régimen.
En medio de este panorama, se encuentra una mayoría de campesinos sin tierras, analfabetos y hambrientos que deben trabajar de sol a sol y día tras día a la espera del descanso dominical. En resumen, una clase política caracterizada por la alianza de la antigua aristocracia y de la nueva burguesía cuyo objetivo fundamental será la defensa de sus posiciones de poder en el ámbito social, político y económico, siempre al margen de las necesidades e intereses de la mayoría que conforma el pueblo llano -un 80 % de la población, en su mayoría campesino-.
El paso del sistema absolutista al liberal presenta en España una serie de especificidades que nos pueden ayudar a comprender el contexto en el que el Marqués de Camposagrado redactó su Manifiesto del Hambre. Como se ha comentado anteriormente, la muerte de Fernando VII planteó un problema sucesorio de gran trascendencia, ya que habrá dos opciones, una representada por el absolutismo más ultracatólico y conservador, que tendrá como pretendiente al trono a Carlos María Isidro, hermano menor de Fernando VII, mientras la otra plantea el nombramiento como reina de Isabel, la hija fruto del matrimonio con Mª Cristina de Borbón Dos-Sicilias. Tras varios episodios más o menos nefastos, el rey había decidido derogar la Ley Sálica mediante la Pragmática Sanción. De esta forma, a la muerte de Fernando VII y dada la corta edad de su hija Isabel, la reina viuda Mª Cristina pasará a ocupar el papel de Regente a la espera de poder proclamar la mayoría de edad de su hija.
Isabel subió al trono siendo aún una niña, y ya desde entonces pudo ver cómo su país vivía una realidad marcada por el hambre, las guerras, las luchas internas y el desgobierno, por eso, cuando asumió el mando a los trece años, tras las regencias de su madre y del general Espartero, tuvo que enfrentarse a un país dividido, empobrecido y hambriento en el que una guerra civil enfrentará a los que luchan por la permanencia de los fueros, los privilegios y el tradicionalismo ultracatólico con los partidarios de un nuevo orden que abandone el Antiguo Régimen y permita el cambio hacia un estado liberal que traiga la modernización, el avance y la apertura de ideas como signo de la llegada de los nuevos tiempos. Esa fue la constante a lo largo de todo el reinado isabelino, ora progresista, ora reaccionario, con lo que el país, al hambre, la injusticia, la venganza, el odio fratricida, la conspiración y la corrupción, sumaba un nuevo “don”: la esquizofrenia sociopolítica.
Por desgracia, la herencia de Fernando VII se mantendrá en el tiempo, y las Guerras Carlistas, una contienda civil entre los partidarios de ambos bandos sucesorios, provocará una sangría que causó miles de muertos además del desastre económico de la nación, algo que marcará una buena parte del siglo XIX español. El escritor Benito Pérez Galdós (Los Apostólicos, 1879) llegó a decir: “Lo que llamamos paz es entre nosotros como la frialdad en física, un estado negativo, la ausencia de calor, la tregua de la guerra. La paz es aquí un prepararse para la lucha, y un ponerse vendas y limpiar armas para empezar de nuevo.”
En este contexto de inestabilidad política y económica como telón de fondo se desarrollará el reinado de Isabel II, período en el que asistiremos al desmantelamiento del Antiguo Régimen y a la construcción y posterior consolidación de lo que en Historia se denomina el Estado Liberal. Dadas las circunstancias, la reina necesitaba del apoyo de los liberales frente a los carlistas, es decir, frente a quienes se decantaron por apoyar la pervivencia del absolutismo luchando con las armas bajo el lema Dios, Patria y Rey. El carlismo arraigó en determinados territorios de la península obteniendo el apoyo de grupos sociales tan heterogéneos como la nobleza más tradicionalista, una parte del clero y también del campesinado, extendiéndose especialmente por zonas como Cataluña, País Vasco, Navarra o Galicia. Ante esta oposición, la reina deberá de apoyarse en un grupo de monárquicos muy reducido y fieles a su causa y, además, buscar el apoyo de los liberales que prestarán su ayuda a la causa isabelina a costa de limitar los poderes de la Corona para favorecer a una nueva clase política que así podrá ir modificando de manera progresiva el panorama sociopolítico heredado de épocas anteriores.
El hecho de que Isabel II llegue al poder en unas circunstancias de gran inestabilidad nos puede ayudar a entender la consolidación de una práctica que caracterizará a todo el siglo XIX: la injerencia de los militares en la política, situación provocada por la necesidad de apoyos del bando isabelino, que debe enfrentarse en el campo de batalla a las partidas realistas del bando carlista, esa necesidad de apoyo por parte de la Corona convertirá al ejército en una de las bases del poder político en España. Las figuras más preponderantes de la política del reinado de Isabel II son, fundamentalmente, militares; nombres como Espartero, Serrano, Narváez, O’Donnell o el propio Prim corresponden a generales que presidirán los diferentes ejecutivos del reinado Isabelino, algo que se mantendrá como una constante hasta el siglo XX (recordemos que el alzamiento de julio de 1936 fue en sus comienzos otro intento de pronunciamiento que no hacía sino seguir la tradición iniciada durante el siglo XIX según la cual los militares se habían convertido en depositarios del poder político).
Otra de las particularidades del siglo XIX en España es que el paso del absolutismo al liberalismo que se caracteriza por responder a un tipo de “Revolución liberal” denominada por algunos historiadores pacto desde arriba, en el que actúan como protagonistas las élites del antiguo y del nuevo sistema. Será por tanto un pacto entre la antigua nobleza, los comerciantes, los industriales y los altos cargos del ejército y la administración.
El historiador Miguel Artola nos explica cómo, una vez en el gobierno, los liberales, conservadores y progresistas, pactaron con la Corona para que esta institución cediera parte de sus poderes y permitiera la introducción de innovaciones propias de un estado de signo liberal. El Estatuto Real, que no fue otra cosa que una carta otorgada en la que graciosamente la Corona permitía una serie de modificaciones de signo continuista manteniendo el poder regio, dio paso a los textos constitucionales de 1837 y de 1845 de signo moderado, en las que la soberanía era compartida por la reina y las Cortes y el sufragio pasivo y activo eran censitarios, esto es, el grupo de electores y el de electos debían de reunir unas rentas que oscilaban según el carácter más o menos restringido de los diferentes textos constitucionales. Los cambios políticos fueron complementados con diferentes leyes y actuaciones por parte de los diferentes gobiernos que irán encaminadas a una administración del Estado más acorde con los nuevos tiempos.
Entre las medidas que se tomaron podemos señalar la abolición de los señoríos mediante la cual los señores perdían sus atribuciones jurisdiccionales y las rentas que de ellas se derivaban, pero conservaban la propiedad de las tierras que los campesinos no pudieron documentar como propias. El antiguo señor se convirtió en propietario con plenos derechos, mientras que los campesinos pasaron a ser arrendatarios o jornaleros; en cualquier caso estos últimos no mejoraron en ningún momento su penosa situación.
Quizá una de las reformas de más peso de las llevadas a cabo por los gobiernos liberales sea la desamortización de Mendizábal iniciada en 1836 y que consistió en la disolución de las órdenes religiosas que no se dedicaran a la enseñanza o a la asistencia hospitalaria y en la incautación por parte del Estado del patrimonio de las comunidades afectadas. La desamortización implicó que los bienes amortizados adquirieran la condición de bienes nacionales -propiedad de Estado- para ser posteriormente privatizados mediante su venta a particulares, lo que los convertía en bienes libres. Los bienes desamortizados fueron vendidos en pública subasta y el precio de remate podía pagarse en metálico o con títulos de la deuda publica. De esta forma las propiedades amortizadas pasaron a manos de particulares, creando una base social comprometida con el nuevo régimen liberal a la vez que se conseguían los recursos necesarios para luchar contra el carlismo, se aumentaban los ingresos del Estado y se recuperaban títulos de la deuda para reducir el déficit. Al mismo tiempo la estructura jurídica de las tierras se modificaría, pasando éstas a ser mercancía libre en el marco del fin del sistema de propiedad propio del Antiguo Régimen a la vez que se iniciaban relaciones capitalistas de producción. Tal vez hubiera sido este el momento de iniciar una verdadera y muy necesaria reforma agraria que pusiera en manos de los campesinos las tierras, sin embargo éstas solamente cambiaron de manos y fueron adquiridas por aquéllos que tenían la riqueza suficiente para poder comprarlas.
Durante la denominada Década Moderada (1844-1854), los sucesivos gobiernos del reinado de Isabel II acabarán por consolidar el estado liberal, con un marco legislativo, el texto constitucional de 1845, que instaura definitivamente en el poder al liberalismo más conservador y doctrinario. Se trata de un período marcado por el predominio social, político y económico de la élite terrateniente, clase surgida de la fusión de la vieja nobleza señorial y los nuevos propietarios rurales, en su mayoría burgueses, cuyo objetivo era consolidar un nuevo orden social que salvaguardara las conquistas más conservadoras de la revolución liberal frente a la reacción carlista y a los cambios más radicales planteados desde sectores más progresistas. Los moderados antepusieron la defensa del orden y de sus propiedades frente a la libertad y la defensa de los derechos individuales y colectivos. Ello dio lugar a la sucesión de gobiernos autoritarios cuya política se orientó a la absoluta prohibición de cualquier acción u opinión que atentara contra las bases del régimen. Frente a las sucesivas oleadas de protestas de un pueblo oprimido por el nuevo sistema fiscal, la opción contemplada por el poder fue siempre la de la represión por la fuerza mediante el recurso al ejército, sin duda, como hemos dicho anteriormente, una de las piezas fundamentales dentro de la consolidación del régimen liberal en España.
Podríamos decir a modo de conclusión que los nuevos tiempos trajeron transformaciones que sin duda podemos contemplar como revolucionarias, si por revolución entendemos transformaciones en el plano social, político y económico, sin embargo no podemos dejar de comentar el hecho de que la sociedad continuó siendo una sociedad jerarquizada, la participación en el poder siguió en manos de una minoría que gobierna fundamentalmente con el fin de preservar sus intereses y de aumentar su riqueza, una clase política que instrumentaliza de manera descarada su posición de predominio gobernando al margen de la mayoría de los habitantes del país cuyo día a día no es más que un subsistir entre la miseria, las enfermedades y, sobre todo, el hambre. No podemos evitar, al hacer el ejercicio de pensar sobre nuestra historia más inmediata, que nos venga a la cabeza la conocidísima frase que Giussepe Tomasi di Lampedusa pone en boca de uno de los personajes de su novela “Il Gatopardo”: “Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi”, todo debe cambiar para que todo siga igual.
EL CONTEXTO HISTÓRICO EN LA ASTURIAS
DEL MANIFIESTO DEL HAMBRE
Dada la escasa información existente sobre el autor del “Manifiesto del Hambre”, intentaremos en este apartado mostrar una visión lo más cercana posible de aquella Asturias pobre y lejana de mediados del siglo XIX con el fin de encontrar un sentido a los acontecimientos que rodearon tanto al autor del manifiesto como a su obra.
Para empezar, contemplemos una Asturias de abruptos valles, muchos de ellos apenas poblados por brañas dispersas y tupidos bosques llenos de alimañas, territorios prácticamente incomunicados entre sí. Cada valle era un pequeño país con sus propias necesidades y soluciones, en muchas ocasiones diferentes y desconocidas para otro vecino que, visto sobre el mapa, pudiera parecer que formaba parte del mismo. La orografía del terreno hacía que los caminos principales que enlazaban las diferentes ciudades y villas fuesen vericuetos prácticamente intransitables durante la mayor parte del año, muchas veces cruzando bosques cerrados y abruptas montañas de tal modo que muy pocos eran aptos para el paso de carruajes, diligencias o galeras destinadas al transporte de personas. Recorrer la costa desde el Eo hasta el Deva suponía más de una semana de tedioso y hasta peligroso viaje, por lo que la vida política se circunscribía a la capital, Oviedo, y a algunos núcleos próximos, como eran Gijón o Avilés e incluso Mieres, donde ya se gestaban intentos de industrialización (la Asturian Mining Company, germen de lo que más tarde sería Fábrica de Mieres, se fundaba en 1844 y comenzaba a fundir hierro en 1848), y las explotaciones mineras iban tomando cuerpo para pasar a convertirse poco después en uno de los grandes recursos de la Asturias contemporánea.
El aislamiento vial de Asturias respecto a la península hacía que esta región fuese lo más parecido a una isla. Todo el comercio se hacía por barco, puesto que bajar o subir productos desde la Meseta a lomos de mulas, suponía un costo desorbitado, así que no sólo tejidos o utensilios procedían de Francia, Inglaterra, o incluso Rusia, sino que hasta el escaso grano que entraba lo hacía por los puertos de Luarca, Avilés, Gijón o Llanes. A raíz de las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, el campo se habría segmentado más y el pago de diezmos se había sustituido por el de rentas en dinero, por lo que los campesinos tenían que cultivar más grano para poder pagar, algo casi sobrehumano dadas las características orográficas y climáticas de Asturias. A esto hay que sumarle que la población casi se había duplicado, con lo que una mala cosecha provocaba una hambruna atroz, y tres seguidas, como sucedió en los años 52, 53 y 54, suponía una hecatombe de proporciones bíblicas. Por si esto fuera poco, y en buena parte como consecuencia de las muertes provocadas por la hambruna, en 1854 se desató una devastadora epidemia de cólera que puso a Asturias en una situación desesperada. Si a esta situación calamitosa le sumamos una subida de impuestos para intentar sacar de la bancarrota el tesoro nacional arruinado a causa de las guerras carlistas, es comprensible que el pueblo se levantase, aunque sólo fuera para no tener que sufrir más miseria.
¿Y los políticos? Desde luego Asturias no será una excepción respecto al resto de España por lo que se refiere a su evolución política. Se irá consolidando una minoría poseedora de riquezas y de poder que gobernará al margen de la mayoría de la población perteneciente al campesinado, grupo cuyas preocupaciones, relacionadas fundamentalmente con el régimen de explotación de las tierras y el pago de los impuestos, no verá aliviado su sufrimiento con el avance del régimen liberal, ya que no sólo no accedieron a las tierras, sino que los nuevos sistemas fiscales eran mucho más exigentes en cuanto al pago, además de la contribución por Consumos que gravaba productos de primera necesidad. Es cierto que ya no pagaban el diezmo al clero, puesto que había sido abolido, pero ahora deben de pagar sus impuestos en metálico a un gobierno que no parece tener en cuenta la precariedad de su vida. La desamortización de Mendizábal tampoco sirvió para que mejoraran las condiciones de vida de los campesinos asturianos, la inmensa mayoría de las tierras desamortizadas fueron adquiridas por los grupos sociales enriquecidos, especialmente la burguesía urbana por lo que será este grupo el que saldrá más beneficiado del proceso desamortizador que presenta en Asturias numerosas irregularidades en las ventas, abundando el uso de “testaferros” que los grandes compradores utilizaron como intermediarios, el acuerdo previo entre posibles compradores para no perjudicarse en el remate de los bienes e incluso la resistencia de algunos compradores que, buscando mil y un subterfugios, nunca llegaban a pagar los bienes adquiridos.
La consolidación del régimen liberal conservador durante la Década Moderada se traducirá en Asturias en un progresivo endurecimiento de la política y un giro más conservador y menos proclive a las libertades. Sin embargo, durante el gobierno Sartorius surgirá en el seno del moderantismo asturiano una corriente renovadora que, sin ser revolucionaria, comienza a desmarcarse del conservadurismo más intolerante que prima en el gobierno de Madrid. Dicha corriente más tolerante y de carácter renovador será encabezada por el Marqués de Camposagrado, algo que le haría enfrentarse a la corriente más reaccionaria e intransigente que se aglutinaba en torno al Marqués de Gaztañaga, gobernador civil de la región en los años 1851 y 1852, senador vitalicio como el propio Camposagrado y representante del liberalismo más conservador. La situación llega a su momento más álgido cuando, en el verano de 1854, confluya una crisis de subsistencia con las nuevas medidas fiscales decretadas por el gobierno Sartorius que exigen el cobro de un anticipo forzoso y de los atrasos adeudados por los Ayuntamientos. Esto será la chispa que encenderá una situación que venía fraguándose tiempo atrás. El pueblo tenía hambre, estaba enfermo y los políticos desde Madrid pretendían someterlo a nuevos abusos. No se podía hacer otra cosa que salir a la calle y manifestar su descontento mediante una fuerte protesta popular que sin embargo pronto será canalizada por la corriente del partido moderado opuesta al gabinete del presidente Sartorius, que, junto con los liberales progresistas, logró pacificar la situación, creando en Oviedo una Junta revolucionaria que asumirá el poder político en la región y cuyo presidente será el marqués de Camposagrado, máximo representante del sector moderado “disidente”. La nueva Junta, a pesar de su apelativo de “revolucionaria” no hizo sino poner en práctica un programa encaminado fundamentalmente al restablecimiento del orden público y a la destitución de las autoridades del anterior gobierno. El pueblo seguirá pasando hambre, tal y como nos cuenta Joaquín Costa (La tierra y la cuestión social, 1912), “Después de medio siglo de asonadas, pronunciamientos, manifiestos, revoluciones, fusilamientos, cambios de régimen y de dinastía (…) proclamación de constituciones bautizadas pomposamente con el dictado de democráticas, las “libertades” han venido .”, sin embargo “El pueblo gime en la misma servidumbre que antes, la libertad no ha penetrado en su hogar, su mísera suerte no ha cambiado en lo más mínimo, como no sea para empeorar. Aquel medio siglo de propagandas y combates heroicos por la libertad ha desembocado en un inmenso fracaso: el régimen liberal ha hecho bancarrota.(…).
Se contentaron con la sombra, olvidando la verdadera sustancia de la libertad y su verdadera garantía, que se hallan en la escuela y en la despensa; y el fracaso era inevitable. No vieron que la libertad sin garbanzos no es libertad”.
D. JOSÉ Mª BERNALDO DE QUIRÓS Y LLANES DE CAMPOMANES,
VIIº MARQUÉS DE CAMPOSAGRADO
A la hora de poder definir la personalidad del VII Marqués de Camposagrado, nos encontramos con la dificultad de la ausencia de fuentes documentales tanto directas como indirectas, algo que resulta casi insólito en un personaje que redacta un documento como el “Manifiesto del Hambre”, puesto que de su lectura se deduce que no es persona indolente ni ajena a la penosa situación que sufre el campesinado asturiano.
Por otro lado, el hecho de haber redactado un documento como el manifiesto, con una estructura más o menos compleja y un vocabulario amplio nos hace pensar que el marqués era hombre avezado a poner por escrito sus vivencias, creencias y pensamientos.
José María Bernaldo de Quirós y Llanes Campomanes, VII marqués de Camposagrado, nació en la casa palacio familiar de Villa, en Riaño (Langreo), el 5-IX-1808. El doctor Fernández Riesgo le define como hombre de “arrogante figura, intrépido y valiente, bondadoso y liberal en pensamientos y actos, llano y aristócrata, generoso y espléndido, (…) popular y simpático y fue, como algunos de sus poderosos antepasados un rey chico en Asturias”. No siendo heredero directo del marquesado de Camposagrado, obtiene el título tras un largo proceso en los tribunales. Ocupó diversos cargos políticos importantes (Suárez, 1936); diputado provincial de 1838 al 40 y de 1843 al 47, diputado a Cortes suplente (1843-1844) y senador provincial en 1846. Además había sido distinguido con la Gran cruz de Carlos III y de Isabel la Católica, y era gentil hombre de Cámara de Su Majestad.
Miembro de una de las familias de mayor abolengo de Asturias, sus posesiones iban parejas a sus títulos. No solamente contaba entre ellas con el palacio de Villa en el que nació, murió y vivió gran parte de su vida, disponía, además, de residencias palaciegas e Villoria, Avilés, Oviedo y Mieres.
Conocido entre sus amigos como “Pepito Quirós”, como buen aristócrata, era un gran aficionado a la caza, actividad que practicaba asiduamente acompañado de un peculiar personaje, Juan Díaz Faes, más conocido como Xuanón el de Cabañaquinta, hombre de orígenes humildes cuya gran corpulencia le otorgaba un singular aspecto que contribuyó a su fama como cazador, hasta el punto de que participó en cacerías no solamente con el marqués, sino como acompañante de personajes tan señalados como Prim, la reina Isabel II y su hijo Alfonso XII, la leyenda dice que llegó a matar a cuchillo a 92 osos. En las cacerías organizadas por el marqués de Camposagrado participaron nombres relevantes de la política del momento, como los generales Prim, Serrano, Ros de Olano, Milans del Bosch, Pérez Ven o Mayans, lo cual nos puede dar una idea del entorno social en el que se movía el marqués, es decir, personajes de gran relevancia política a nivel asturiano y nacional. Dentro de estos personajes destaca una de las familias más destacadas del panorama político asturiano y también español, los Pidal, que aunque habitualmente residieran en Madrid, casi todos habían nacido o vivido en Asturias. Representantes estos últimos del moderantismo más doctrinario, su relación con la casa de Quirós quedará consolidada definitivamente con el matrimonio de Ignacia, una de las hijas de Camposagrado con Alejandro Pidal y Mon en 1868.
Dentro de estudio del marqués de Camposagrado, es importante conocerle en su contexto social y político. El hecho de que ocupara importantes cargos de representación en un régimen político marcado por el sufragio restringido nos da una idea de su ideología política que podemos caracterizar como moderada dentro de las corrientes del liberalismo español. El hecho de que fuera nombrado senador vitalicio con arreglo a la Constitución de 1845, ocupando el cargo de secretario del Senado durante la legislatura de 1846 a 1847 nos da una idea de su ideología política en el contexto de la monarquía isabelina, ya que el carácter moderado de dicha Carta Magna contemplaba la existencia de unas cortes bicamerales en las que el Senado se componía de personas nombradas directamente por la Corona como senadores vitalicios.
La cercana relación del Marqués con la reina Isabel II no solamente queda patente en su nombramiento como Senador a Cortes. En 1850, con motivo del segundo natalicio de la reina, Camposagrado había formado parte de la legación que asistió en Madrid a llevar las ofrendas que el Principado entregaba a la Corona en ocasiones tan especiales.
Así queda patente el hecho de que Isabel II durante su visita a Asturias en 1858 se hospedara en el Palacio de Camposagrado, en Mieres, seguramente para descansar de los rigores del viaje tras haber atravesado la cordillera. Sin embargo, la cercanía del Marqués de Camposagrado a la Corona quedaba de manifiesto con anterioridad, en 1850, cuando fue una de las personalidades políticas asturianas que por Real Decreto asistieron al segundo natalicio de la reina. Su cercanía a la corte isabelina era tan destacada que casó a su segunda hija, Eladia Bernaldo de Quirós, con Fernando María Muñoz y Borbón-Dos-Sicilias, medio hermano de la reina Isabel y a la sazón duque de Tarancón y Riánsares, dos años antes su hijo José María Bernaldo de Quirós y González de Cienfuegos había casado también con una medio hermana de la reina, María Cristina Muñoz y Borbón, marquesa de la Isabela.
Sin duda alguna, uno de los episodios más importantes de la vida del marqués vendrá marcado por su protagonismo en la vida política asturiana al presidir la Junta Revolucionaria en 1954. En ese mismo año denunciaba la precaria situación del campesinado: “De los informes tomados por las corporaciones encargadas de buscar el invertir los fondos, resulta existir entre los 500.000 habitantes de esta provincia, más de 300.000 que carecen del puramente necesario sustento”. A pesar de la expresa prohibición del Gobernador civil, Juan de los Santos Méndez, apodado “El Ferre”, de editar esta escrito bajo fuerte multa y 18 meses de cárcel, Bernaldo de Quirós consigue que su amigo Protasio García Solís lo haga en su periódico, “El Industrial”, siendo la respuesta tan brutal en Oviedo, que el citado Gobernador tuvo que abandonar su cargo y huir a Madrid, mientras nuestro protagonista presidía La Junta Revolucionaria.
¿Era José Mª Bernaldo de Quirós y Llanes Campomanes un revolucionario? Obviamente no, de hecho era un terrateniente que mantenía sus privilegios y vivía en lo que para su tiempo podría llamarse opulencia, pero no por ello era indiferente a lo que le rodeaba. “Amante de mi país y amigo de la clase labradora, a cuya vista he crecido, no puedo mirar con indiferencia su suerte y dejar que pasen desapercibidos hechos que considero conveniente y aun necesario publicar”, de este modo inicia su ya citado “Manifiesto del hambre”. Muchos analistas consideran que la aceptación del cargo de presidente de La Junta Revolucionaria se debió más a una estrategia de pacificación de las masas que estaban a punto de asaltar palacios y casas burguesas de Oviedo, que a una ideología contra el sistema, pero Camposagrado era un hombre sensible y comprometido con su pueblo. Tras las hambrunas del 52 y 53, el marqués realizó un largo viaje por todo el Occidente, la zona más castigada por las penurias y volvió horrorizado: “me propongo decir la verdad desnuda y patentizar al mundo la horrorosa miseria que aflije a este suelo y al abandono total con que se le mira.../ morirán á centenares en los campos, en los caminos y sus cuerpos más de una vez llegarán á ser presea de las bestias carnívoras”.
En su viaje por una Asturias prácticamente intransitable, Camposagrado recorrió los campos de Castropol, Tineo, Salime, Allande, Boal, etc., y comprobó que la desidia del gobierno central estaba provocando un genocidio. Sin duda conocía bien esa situación “isleña” de Asturias, pero en ese momento, las órdenes de Madrid habían empeorado hasta tal punto el frágil equilibrio del medio rural, que los campesinos estaban literalmente muriendo de hambre, por lo que se vio obligado a implicarse en una lucha en defensa de su pueblo, aunque sin el menor rasgo independentista, como sucediera en Irlanda, otra región que sufriera también hambrunas mortales forzadas por las disposiciones fiscales de la Corona inglesa, episodio conocido como “El hambre de la patata” y que causó la muerte y el exilio de una cuarta parte de su población. Seguramente el marqués de Camposagrado, hombre culto y al tanto de lo que sucedía en otras partes de Europa, vería un paralelismo entre aquel drama del 54 y el que causó la terrible hambruna ocho años antes en Irlanda. Nuestro personaje comprendió que había que exigir al gobierno las ayudas necesarias para evitar la cruel masacre que había tenido ocasión de contemplar: “Convencidos estaban todos, como todo el país, de la verdad, y el señor gobernador civil de la provincia dirigió á la junta palabras consoladoras anunciándonos recursos del gobierno superior, á quien constaba ya la calamidad que sufríamos, por las repetidas comunicaciones que sobre el particular su señoría le había pasado”. Pero Madrid desoyó las súplicas y minimizó las noticias: “después de hacerles la ofensa de dudar de la verdad que consta, y por tantos hechos reconocieron los gobiernos de provincia y superior de la nación, deniega las peticiones, y supone que hay varias provincias en peor situación que la de Asturias.” Madrid no atendía las súplicas ni buscaba soluciones a la crisis, la situación de hambre, miseria y enfermedades no encontraba solución, y el pueblo se alzó contra el poder del gobierno de Madrid, personificado en la figura del gobernador, Juan de los Santos Méndez.
Estos fueron los tiempos convulsos en los que tuvo que vivir el VII Marqués de Camposagrado, aristócrata, cazador, periodista, hombre de Estado y jefe de La Junta Revolucionaria de Oviedo, los tiempos que le inspiraron su “Manifiesto de hambre”, un texto que commovió las conciencias de la burguesía asturiana que ya estaba siendo testigo de cómo sus propios colonos y aparceros acudían a la capital pidiendo limosna y muriendo de hambre por calles y calabozos. ¿Cómo es posible que un personaje de tanta importancia histórica haya pasado al olvido en una región tan hermética como Asturias? ¿Cómo es posible que no quede rastro de sus escritos ni se haya publicado ninguna biografía, tesis o trabajo de investigación sobre él? La evolución histórica de nuestro país ha padecido tantos momentos de represión política que no es de extrañar que por una razón u otra se hiciera desaparecer toda la información relativa a este gran asturiano que debió hacer mucho más por su patria de lo que la historia le reconoce.
El 15 de julio de 1865, el VII Marqués de Camposagrado sufría un accidente a causa de una caída de caballo, se rompía una pierna y moría por efecto de la gangrena. Protasio G. Solís nos habla con detalle de las honras fúnebres que califica de “regias”.
Mientras el Marqués era enterrado en Riaño, el país continuaba convulso, Alcalá Galiano destituía a Castelar por decir que el Patrimonio Real era Patrimonio Nacional y los estudiantes de la Universidad Central de Madrid eran masacrados en la nefanda Noche de San Daniel, la vida continuaba y España seguía sin rumbo. No fue el marqués un personaje decidido a transformar la realidad que le rodeaba, pero al leer manifiesto sí podemos pensar que era un hombre íntegro en un periodo de desatinos, un asturiano preocupado por su pueblo y decidido a contar las penurias en las que éste vivía aún a riesgo de ir a dar con sus huesos en la cárcel. Tal vez haya llegado el momento de recuperar su memoria.
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Ley promulgada por Felipe V que impedía que las mujeres pudieran heredar el trono mientras hubiera herederos varones en la línea principal o en la lateral.
RD del editor: Pueden leer el manuscrito original en El manifiesto del hambre.