Delicias de la casquería
Escatofagia dura
No recuedo bien si fuera Cunqueiro o Picadillo, pero uno de estos dos mágicos gallegos advirtió que “Una mujer que nos haya visto comer sardinas con las manos, ya nunca nos respetará, por lo que nunca debemos hacerlo con la que sea madre de nuestros hijos”.
En consecuencia recomendaba ir a comer sardinas con alguna amiga golfa con la que, antes o después del ágape, haríamos otras cochinadas tan sórdidas como ponernos de pestilente grasa hasta los codos.
Con las mollejas, sesos, pulmones, riñones, criadillas y otras zonas blandas comestibles de los animales domésticos, antes sucedía lo mismo.
Una vez ví, en un mesón de Peñafiel, una peña de colorados constructores comiendo cabezas de cordero asadas. No recuerdo espectáculo tan soez, casi canibal, o peor aun que canibal, porque los antropófagos engullen a los misioneros con cierto respeto, pero aquellos ruidosos truhanes, brillantes de grasa desde los brazos hasta las orejas, devoraban los ojos de los inocentes lechacitos con sonoros sorbetones, rebañaban sus sesos chupeteando las cavidades craneales a lenguetazos y arrancaban las lenguinas con las manazas para tragarlas de un bocado entre trago y trago de clarete de Cigales.
Les aseguro que fue una visión tan escalofriante, brutal, hiriente, dantesca y hasta diabólica, que al mismo día siguiente decidí probarla por mí mismo.
No voy a repetir los detalles, pero desde entonces, cada vez que consigo encontrar algún acólito dispuesto a secundarme en el aquelarre, un comedor óscuro, algo tétrico, donde las posibles cámaras ocultas no puedan grabarme, donde ni siquiera el ojo de la conciencia pueda con las tinieblas, preparo uno de estos festivales escatóligicos en los que mi parte animal, el carnívoro que todos llevamos dentro, aflora, se manifiesta brutal, sanguinario, despiadado, hasta repulsivo.
¡Qué asco me doy!
Escatofagia fina
Hoy, gracias a los franceses que son tan finos que a las mollejas les llaman “Ris”y a los hígados “Foies”, comer casquería ha dejado de ser una cerdada y hasta se ha convertido en algo sofisticado y elegante.
Ensalada templada de mollejas con cigalas al vapor de algas, Morros al vinagre de Pedro Ximenez y virutas de foie, Carrilleras de ibérico caramelizadas con pera Williams.
No me digan que no queda de lo mas fino, vamos, digno de Vatel, si en vez de suicidarse hubiese cambiado el palacio de Chantilly por el de Versalles.
Hoy es frecuente ver a una niña mona, de esas que hacen tantos ascos a la comida que uno no sabe qué cara pondrá en la intimidad, comerse un trozo de sanguinoliento hígado de pato, sencillamente por aquello de que le han dicho que lo del foie es muy caro y muy chic.
Con lo ricos que estaban aquellos hígados de ternera encebollados, alegritos de pimentón de la Vera y acompañados de buenos tropezones de pan, mojados en el ajito dorado del fondo de la bandeja. Esos eran platos para decir “Joder” o “Cojonudo” y no estos Milhojas de foie, hoja de roble y pasta brik a la cúrcuma de Madrás, del que como mucho se podría exclamar “Mon Dieu”.
“Pero ¿se puede saber que tienen que ver esos repugnantes menudillos encebollados, con un “Foie frais caramelisé au Sauternes” pregunta una mariquita desplumada que se estaba haciendo la manicura en la escalinata de la catedral de Santiago (últimamente Galicia ya no es lo que era).
Pues verá usted, tan hígado es el de pato como el de ternera, solo que el primero viene blanqueado, se vende en una tienda de delicatessen envasado en un elegante cartoncito verde y despachado por una elegante y bella azafata que le cobrará por él 50€, mientras que el segundo, lo encontrará usted, tal cual sale de la víctima, colgado de un pincho, en una hedionda y lúgubre casquería del mercado de Lugo y envuelto en papel de estraza por un terrorífico matarife de A Fonsagrada, sin duda mas buena persona que la coqueta dependienta de la tienda del aeropuerto, pero que bien podría estar en la cámara de los horrores del museo de cera. ¡Ah! y sobre todo porque le cobrará 5€ por una pieza con la que podrá dar de comer a toda su familia.
- “¡Huy! que vá, si somos muchísimos”.
- Ya.
Bueno, intentaré explicarselo de una forma un poco mas científica.
Cajón de sastre
En realidad la casquería es todo un cajón de sastre en el que se entremezclan vísceras, tripas, glándulas, cartílagos, órganos, extremidades y hasta paquetes músculares. (en este preciso momento nuestr@ amig@ se acaba de desmayar haciéndose papilla la base del cráneo contra uno de los peldaños de granito. Que el Apostol lo acoja en su seno).
¿Qué tienen en común todos estos despieces salvo un cierto aspecto repugnante? Nada, salvo la tienda donde se venden, la casquería o tripacallería.
La historia se remonta a la Baja Edad Media (esto es una gilipollez como otra cualquiera, porque el hombre lleva comiendo entrañas desde que tiene colmillos y la cultura de la cocina de las tripas, ya en la antigua Roma, era tenida como la mas exquisita, pero no me digan que, empezando así, el parrafo no queda precioso). En el año 1.270, el rey Alfonso X el Sabio, provocó una convulsión social que a punto estuvo de que los aristócratas, y sobre el Clero, le cortasen el pescuezo: fue el otorgamiento de las Cartas Pueblas a determinados núcleos urbanos, es decir, nada menos que el permiso para para poder establecer mercados, libres del control feudal, de la nobleza local, de la Corona y hasta de la Iglesia.
Ese privilegio, que consistía además, en establecer un sistema de gobierno democrático mediante la concesión del Fuero de Benavente y la donación del correspondiente Alfoz (o sea, el territorio que conforma el concejo en sí), implicaba una gran riqueza para los parroquianos al concederse a la villa agraciada el permiso necesario para celebrar un mercado semanal donde poder vender todos los productos elaborados en la región, lo que equivalía ni mas ni menos que al nacimiento de la burguesía medieval, a la independencia económica del pueblo, a la génesis o recuperación del comercio.
Estudiando este fenómeno en mi anterior residencia de Pola de Siero, encontré el origen de la nueva casquería, entendiendo por tal la del último milenio.
En La Pola (la palabra Pola viene de Puebla, o sea, de la urbe que fue agraciada por Alfonso X el Sabio con una Carta Puebla), se estableció el mayor mercado de ganado de la zona centro del Principado (hoy es el mayor mercado de ganado vivo de Europa). Allí se vendían y sacrificaban las reses que se consumirían en las grandes ciudades cercanas, entre ellas, Oviedo.
Pero no se vendía todo, solo las partes llamadas nobles, es decir, los costillares y las patas, que eran las piezas que mejor soportaban el transporte ya que el resto, cabeza, tripas, etc., se corrompían casi antes de llegar a destino.
Lógicamente en una sociedad en que media población se moría de hambre, no se desperdiciaban ni los pelos y, así nació la tradición casqueril de la Pola.
Manos hábiles despiezaban, ordenaban y limpiaban aquellos montones de desperdicios que rodaban por el matadero, hasta convertirlos en apetecibles raciones de riñones a la brasa, lengua ahumada, callos con garbanzos, mollejas rebozadas y mil platillos mas que hacían las delicias de arrieros y comerciantes.
Tal fue su fama que hasta los nobles ovetenses venían a caballo para darse grandes tripadas o enviaban a sus criados para recoger los guisos que se servirían en los palacios de la gran ciudad.
De ahí a su comercio solo había un paso y pronto fueron los propios matarifes quienes se reservaban las partes mas exquisitas, como esas carrilleras, hoy tan de moda, las presas también hoy cotizadísimas o incluso algún paquete múscular, como la bola de cadera o falso solomillo, que muy pocos conocemos y son il bocato di cardinale de vacunos y porcinos. Ellos sacaban todo eso del matadero y, una vez limpio, sus mujeres lo vendían en tenderetes callejeros el día de mercado.
Tripería y casquería
No les voy a dar la lata con absurdas erudiciones de cocinilla, pero sí hacer una pequeña clasificación de toda esta amalgama de productos que mucha gente desprecia genéricamente cuando en realidad hay de todo.
Músculos y cartílagos: en realidad es carne magra, como el propio solomillo, pero debido a su tamaño o aspecto, se desprecia en la carnicería fina o doméstica (para la mayoría de las señoras que hacen la compra, los despieces se dividen en dos clases: filetes y no filetes, por lo que todo esto entra en lo mundo de lo intocable). Las piezas mas conocidas son la lengua (salvo la telilla exterior que contiene las papilas gustativas y se retira con el escaldado, la lengua es puro músculo), las carrilleras (es el músculo masetero, el que mas trabaja del cuerpo, por lo que bien cocido, resulta el mas sabroso y gelatinoso), el rabo (podríamos situarlo a caballo entre los músculos y los cartilagos ya que en gran parte lo que se come son los tendones que unen el músculo al hueso y que se gelatiniza al cocer largo tiempo) , telas (son fascias, músculos como sábanas que se usaban para envolver y hacer rellenos, hoy en desuso por desgracia porque resultaban muy delicadas y prácticas). Tampoco se consumen las ubres de vaca parida, pieza que en los antiguos recetarios aparecía como reservada a los señores.
Cartílagos o gelatinas: Es un conjunto variado en el que entran varios tipos de tejidos pero que se caracteriza por la ausencia de zonas sucias ya que previo al guiso, estas piezas se queman y escaldan para ser peladas, por lo que entran en la cazuela impólutas. Las mas frecuentes son las manos (según el tamaño y la pentadactilea, cada animal requiere un tratamiento, por ejemplo las manos de cerdo deben cocerse durante mucho tiempo mientras que las de cochinillo, simplemente fritas o asadas, quedan deliciosas. Lo que se comen son tendones ya que los músculos son tan finos que apenas si aparecen como un entreverado, pero no hay grasa como algunas personas piensan), los morros (por lo complejo de su manipulación, solo se consumen los de grandes rumiantes, pero unos morritos de cerdo pelados y rebozados, son una pasada), las orejas (en Zamora las pelan, cuecen hasta que quedan como gelatina y luego las empanan y fríen. Es típico en los bares como tapa y son una golosina), los tendones (completamente en desuso hoy día, estas partes antaño eran manjar de reyes y es que bien cocidos, luego se pueden preparar de mil maneras), las crestas (en Palencia hay una granja que cría gallos camperos y envasa las crestas confitadas. En España aun no se cotizan, pero en Francia son el no va mas), la médula (en España tampoco se come, pero sí fuera. En Francia le llaman “amourettes”, o sea, amorcitos, y es que son tan cursis que empalagan. Una vez desangradas y blanquedas, se cocinan como los sesos ya que en realidad es el mismo tejido) y los tuétanos (en España no se sirven como tales si no accidentalmente, como parte del hueso, por ejemplo en los ossobucos o jarretes, en el cocido, etc., y eso que son algo exquisito. En Alemania, con él, se hacen unas albóndigas que se cuecen en sopa de verduras y resultan increiblemente perfumados).
Uno de los libros mas asequibles y donde veremos los modos de trabajar todo lo que hemos contado, incluidos los bofes, la médula (cuenta como en París, por aquellos tiempos del XIX, el cocinero Ledoyen preparaba las Amourettes con trufas y salsa de champagne), las ternillas (tendones) y hasta los paladares, es El Practicón de Angel Muro. Ni los mas completos tratados franceses ofrecen tanta variedad.
La cocina de tripería tiene un antes y un despúes del descubrimiento de América ya que, al ser productos de sabor algo bravío, requiere condimentos fuertes y con el pimentón y la salsa de tomate, España solucionó el problema. En realidad es un arma de doble filo porque si bien hay guisos realmente conseguidos, en la mayor parte de los casos lo único que se hacen es enmarcarar los sabores primarios.
Para los buenos amantes de la casquería, no hay mejor forma de disfrutar de las mollejas que hechas a la brasa, con un picadillo de ajo y perejil y unas gotas de vinagre, como los pescados a la ondarresa o a la espalda, mientras que guisadas con tomate y pimentón, como se suelen hacer en Castilla León, es un crimen.
Lo mismo sucede con los riñoncitos de cordero, que solo admiten hacerse en su propia grasita y si acaso con ese fino picadillo de ajo frito añadido al final. Sí admiten guiso los de ternera, aquellos famosos riñones al Jerez que se servían en todos los bares de Madrid en los años sesenta y setenta y de los que nos quedan como nostálgico recuerdo las barquitas de Lhardy.
Se perdío la costumbre medieval de guisar con gengibre y es producto que acompaña muy bien las vísceras, como también lo son el laurel, la pimienta y las especies de monte, tomillo, romero, salvia, etc., por eso digo que la salsa de tomate, a la vez que un logro, también fue un verdugo para la este tipo cocina.
Uno de los recetarios que pueden dar pistas es el de Ruperto de Nola. De aquella sí que usaban casquería, lo que pasa es que los gustos han cambiado, de hecho aquellos sabores hoy provocarían nauseas.
Otra buena fuente es la cocina bávara, incluso la alsaciana. Son preparaciones muy delicadas y sofisticadas, pero de gran riqueza y que bien podrían animar un poco la imaginación de nuestros cocineritos a quienes el chollo ese de “marcar en la plancha y terminar en el horno de convección”, con estos productos no les sirve y bien lesw vendría reciclarse un poco bebiendo en otras fuentes que no fuesen los ya estrujados Bras, Adriá, Ducasse y compañía. En centro Europa, zonas frías y por tanto donde la casquería se mantenía bien antes de la invención de frigorífico, se suelen hervir en caldos de verduras para perfumar las piezas y luego hacer con ellas exquisitas terrrinas, ensaladas, embutidos o platos caseros que consisten en recalentar en ese mismo caldo la pieza y servirla con potentes guarniciones de verduras y pasta.
No hay mucho que buscar en las cocinas orientales, sobre todo por el clima, que al ser dominantemente tropical, hace imposible la casquería y apenas si se ha desarrollado su cocina.
Para terminar, vuelvo a tirar el guante a nuestros jóvenes cocineros: La cocina casqueril es inasequible a nivel domestico porque exige mucho tiempo de preparación, es asquerosa y ningú ama de casa actual se sacrifica en la cocina, requiere pericia culinaria y por tanto es muy limitada y encima los médicos la ponen a parir por lo del colesterol, acido úrico y demás pamplinas ¿No es acaso el producto hostelero perfecto? El deseado, el que solo se puede comer fuera de casa, al que se le puede gravar con un elevado beneficio. Entonces ¿porqué no lo trabajan en profundidad, como Dios manda?
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