Historias de frixuelos
Como estas fiestas son de jolgorio y desenfreno, para llevar la contraria, hoy me voy a tomar el asunto muy en serio y no voy a contar ninguna burrada, aunque no por ello el artículo haya de ser triste, que no tiene nada que ver la seriedad con la pena, aunque haya gastrónomos que, para investirse de cierta pompa, hablan como almas en pena, y una buena mesa sin alegría es como una vedette sin picante, o sea: una absurda aberración del género humano.
Pero vamos con los frixuelos porque hay bastante tela que cortar, porque unas tortillas que se llaman frixuelos, fiyuelas, fayueles, y jayueles, solo en Asturias, filloas, cereixolos y freixós, en Galicia, hojuelas en el resto de España, crêpes en Francia, panqueques en Argentina, pancake en Inglaterra, palatschinken en Austria, palatcinky en Bohemia, palacsinta en Hungría, pannekoeken en Holanda y blinis en Rusia, eso es señal de que no son cualquier cosa.
Decía el Gran Maestro Nestor Luján: “Las crêpes saladas piden, en Bretaña, la sidra del país”. Y en Asturias ¿Qué? , le diría yo.
Recuerden que para el ilustre gastrónomo los límites de la buena cocina quedaban restringidos a las fronteras de Francia y Cataluña y, reconozcamos que en algunos casos, como este, tenía algo de razón, porque ¿acaso han probado ustedes en alguna espicha unos frisuelos hechos con queso, o rellenos de lechuga, lacón, o marisco?
En Asturias los frixuelos son casi como un recuerdo de infancia de los que tienen una madre cariñosa, como es el caso de mi querida Rosa, quién, de vez en cuando, ese día en que mamina se siente tierna y quiere hacer feliz a sus polluelos, se refugian entre las amorosas entretelas maternas y engullen una tras otra varias docenas de delicadas hojuelas.
Pero los pobres huerfanitos, los desamparados del calor materno, los destetados a guantazos, los desgraciados gastrónomos que por no tener madre ya ni tenemos suegra, solo podemos esperar al carnaval para disfrazarnos de gorrino en San Martín y esperar que así alguien nos obsequie con algun tierno y dulce frixuelo, compadeciendose de nuestra condición porcina.
De otra manera ese preciado y familiar postre nos está vetado, porque lo que está claro es que intentarlo en algún restaurante, viene a ser algo así como buscar el amor verdadero en un burdel de carretera.
Y en cuanto a hacérnoslos nosotros mismos, pues ya se imaginan a lo que podríamos compararlo.
Decía otro impenitente gastrónomo, Álvaro Cunqueiro: “Yo no me canso de pedir, en mis viajes de invierno, postres de filloas en los lugares que los acostumbro a caer a hora de almuerzo”. Pobre hombre.
Nunca llegó a entender que, para que sus filloas supiesen como las que hacía su abuela en la vieja casa de Mondoñedo, esas que según él eran como encaje de Camariñas y con el tostado de los rostros de las m ujeres que pintara Piero della Francesca, para eso tenía que haber una mano complice cogiendo la sartén por el mango, una mano que a cada vuelta de tortilla, pensara para sí: “Malditos frixuelos del demonio. Me estoy abrasando los dedos, Sino fuese porque a Alvarito le gustan tanto”.
Y claro, eso no lo piensa nunca un ranchero (y si lo piensa, pongase usted en lo peor).
¿Porqué en Francia se hacen crêpes tan deliciosas que hasta han diseñado un fast-food en torno a ellas?
Bien cierto es que que entre su población cocineril abunda bastante la pluma, pero ¡caray!, tampoco es que en Asturias tengamos que ir todos de Don Pelayo.
¿Se imaginan el impacto que produciría entre nuestros ilustres visitantes del Premio Principe de Asturias, si a los postres les sirviesen unos frixuelos como los que nos hacía nuestra abuela?
¿O si de entrada los probasen rellenos de carne de centollo sobre crema de oricios?
Claro que para eso hay que cocinar con amor, cuando solo se hace para llegar a final de mes, el resultado es una oblea parecida a las parathas hindús, que para acompañar un curry de Madrás no están nada mal, pero como golosina, dejan bastante que desear.
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