Becadas (arceas, agachadizas, aguanetas, avefrías, becacinas, chochas, pitorras o sordas)
Sin duda la obra literaria gastronómico-cinegética mas hermosa de todos los tiempos, fue aquella que escribieron al alimón Álvaro Cunqueiro y el doctor José María Castroviejo, grandes amigos y compañeros de buenas mesas por todo el territorio nacional, y que se titulaba «Viaje por los montes y chimeneas de Galicia» (no se esfuercen en buscarla porque hace mas de veinte años que se agotó la tercera edición de la colección Austral, y no se ha vuelto a publicar*).
En ella ambos coinciden en señalar este singular pajarillo como la pieza reina, no solo de la mesa, si no también del otoño: «... aseguran que al claro de luna se bañan en las aguas quietas de las charcas.(...) Cuando se la cocina, reviven estos claros del otoño: es como llevar al paladar al otoño del bosque», escribe don Álvaro.
De su caza nos dice Castroviejo: «A veces se deja casi pisar, pero cuando se decide a huir, aterrada por la próximidad del hombre o del perro, lo hace con una rapidez desconcertante, filtrándose como un fantasma alado a través de los ramajes mas espesos».
Este es su momento «Cuando empieza el invierno con sus nieblas y sus heladas, es cuando la carne de la chocha es mas fina y delicada», apunta Angel Muro en su Practicón, y deben comerse antes de que algunos hosteleros o carniceros las empiecen a congelar, porque eso hace que su carne resulte demasiado reseca.
Son sabores fuertes porque la salsa ha de hacerse siempre con sus vísceras, que son las que aportan esa sinfonía de aromas a bosque tan brillantemente descritos por Karlos Arguiñano: «La becada sabe a tierra y bosque húmedo como una seta que pica, corre y vuela».
Pero sobre todo ha degustarse con la malsana consciencia de lo prohibido, de lo criminal, de saber que estamos cometiendo un atentado contra la ética, contra nuestra propia conciencia ecológica.
Un amigo médico me decía: «Yo disfruto mas que nadie del tabaco porque soy consciente de que cada pitillo es un día menos de vida. Por eso lo paladeo como el fruto prohibido, como el espía enamorado que se acuesta con una fascinante agente secreto a sabiendas de que, tras el orgasmo, recibirá una puñalada fatal».
Por eso me niego a hacer apología de la cocina de las sordas, porque me parece una blasfemia que estas fascinantes avecillas, caigan en las fauces de cualquier hortera cuya única satisfacción, sea jactarse del dineral que ha pagado por tan escaso bocado.
Para poder comer arceas habría que presentar un carnet de gastronómo, o en su defecto, pasar un exhaustivo examen antes de servírsele el plato: «Dígame usted, interrogaría el cocinero al aspirante a comensal, porqué a las pitorras (así se llaman en Extremadura) deben ser abatidas al primer tiro. ¿De qué se alimentan para tener ese sabor tan fascinante a monte en otoño?¿Porqué su cortejo nupcial ha inspirado a tantos poetas?¿Con qué se han cocinar obligatoriamente?¿Es usted consciente del asesinato moral y del crimen ecológico que se ha tenido que perpetrar para que usted se coma este pajarito?», y si falla una sola de esas preguntas, pues a comer codornices, que estofaditas con un buen vino tinto, están muy curiosas.
Pero nada de eso es posible porque en nuestra sociedad manda el canalla parné, y así, un año más, este invierno serán los especuladores de ladrillos quienes se las coman de tres en tres.
Seis años después de publicar esta crónica, una peculiar editorial llamada Ensenada de Ézaro Ediciones, reeditó esta obra con su titulo original Teatro venatorio y coquinario gallego.
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