Sopas de régimen
Desde Miguel de Cervantes hasta el último mindungui que intenta grabar su nombre en el staff de la revista de la parroquia, todos los escritores gastronómicos españoles han interpretado esta especialidad culinaria como un índice de su condición social, de su visión particular de la vida, de su más profunda e inconfesable filosofía doméstica, que es la más seria y pragmática de todas las formas de pensamiento.
Don Miguel, extrapolando sus miserias en las carnes de D. Alonso Quijano, el hidalgo caballero, decía que dos tercios de su hacienda se le iban en comer cada día «Una olla con algo más de vaca que carnero ...», lo que si bien mantenía en pié a un paisano, también reflejaba la absoluta miseria de aquel falazmente llamado Siglo de Oro, ya que por aquellos tiempos, y más en la Mancha, los vacunos solo se comían cuando morían exhaustos, tanto de leche como de fuerzas.
Cunqueiro nos baña hasta las cejas de cultura gallega con una simple taza de caldo: «Un pouco de caldo limpio e un pouco de desconfianza, nunca lle fixeron mal a naide», con una sola frase, Galicia se concentra en una cunca de caldo.
Para otro gallego, José Manuel Vilabella, también lucense aunque trasplantado y enraizado en Oviedo, las sopas son un papel Tornasol que de una sola mojada nos indica el nivel educacional del comensal: «Los sorbedores de sopa son comensales que no tienen ningún prestigio y constituyen la vergüenza de la familia, la hez de la escala social de los gastrónomos.»
Bien, pues ahora nosotros, queridos lectores de EL COMERCIO, que obviamente estamos en lo más alto de la escala evolutiva de la intectualidad gastronómica mundial (este régimen de albóndigas y sopas es el no va más en la ciencia culinaria), elevamos esta especialidad al rango supremo del hedonismo, a los cielos epicúreos, al zenit de la tecnología guisandera, convirtiéndola, en las puertas del siglo XXI y a guisa de aquella mitológica ambrosía del Olimpo, en el aglutinante de todas las virtudes alimentarias conocidas por el hombre a lo largo de su historia.
Una sopa, en un país gastronómicamente civilizado como es Francia, puede llegar a ser motivo de la más alta distinción gubernamental, hasta el punto de que el 25 de febrero de 1975, el presidente de la República, Valery Giscard d’Estaing, impuso a Paul Bocuse la Cruz de la Legión de Honor, por haber creado su sopa de trufas Elysée, un hito en el desarrollo de la Humanidad.
Evidentemente en España los cocineros no podemos soñar con estos reconocimientos, entre otras cosas porque todavía ni tenemos república, y como la corona sueca aún no ha instituido el tantas veces reclamado premio Nobel de los fogones, pues tenemos con contentarnos simplmente con saber que, con cada buena sopa, hemos contribuido a hacer un poco más justa y feliz esta sociedad decadente de fin de milenio.
Mis sopas y cremas de régimen, y digo mías porque tengo registrados la patente, el © y el ™, son el compendio ideal y absoluto de vitaminas, minerales, nutrientes, prótidos, glúcidos, oligoelementos, y demás substancias invisibles, pero a la vez, sin la menor presencia de calorías, lípidos, carbohidratos, u otros productos indeseables en una dieta.
Al menos yo nos los he encontrado, y eso que los he buscado hasta con lupa.
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