La Cocina nos hizo inteligentes.
En el último numero de la revista Scientific American, y bajo el poco esclarecedor título de “La cocina cerebral”, la periodista Rachael Moeller publica una entrevista con el primatólogo Richard Wrangham, en la que el ilustre doctor y profesor de Antropología Biológica en la Universidad de Harvard, afirma que “El secreto de nuestra evolución reside en la cocina”.
Hace diez años comprendió “la radical diferencia que podría suponer el cocinar en el desarrollo intelectual del Homo erectus”, quién había desarrollado un 50% más de cerebro que su antecesor el Homo habitalis y reducido notablemente el tamaño de sus dientes y tracto digestivo: “ En ningún otro momento se ven cambios corporales tan acordes con los que cabría esperar de que se cocinasen los alimentos”.
Un hombre debería comer diariamente 6 kilos de alimentos crudos para poder mantener su capacidad intelectual (el tejido cerebral consume 22 veces más energía que el muscular), lo que supondría estar masticando más de seis horas, con la consecuente perdida de tiempo para su desarrollo psíquico.
Asociado con el Dr. Stephen Secor, biólogo de la Universidad de Alabama y una eminencia en el estudio del diseño evolutivo del sistema digestivo en los distintos animales, ambos demostraron hasta qué punto el calor altera la estructura física de las proteínas y almidones, logrando una degradación enzimática mucho más simple y por tanto facilitando y reduciendo el tiempo de la digestión al alimentarse con alimentos cocinados.
No voy a profundizar más en esta tesis explicando la reacción de Maillard, la pirólisis, o la degradación de Strecker, entre otras cosas porque tendría que extenderme en las causas por las que las razas subsaharianas tienen un estómago con el doble del contenido que las caucásicas y entre dos y tres metros más de intestino, lo cual podría dar pie a ciertas teorías racistas con las que no comulgo, pero sí utilizo este prólogo para entrar de lleno en mis razonamientos.
Muchos años antes de leer este trabajo, por mi cuenta y riesgo, ya había llegado a la conclusión de que, a quién no le gustase la cocina, era gilipollas, pero, a falta de una prueba científica, me abstuve de publicarlo so pena de ser acusado de irresponsable.
Hace quince años, cuando aún trabajaba en medios convencionales, un directivo del periódico me pidió que le acompañase a comer en el que a su juicio era el mejor restaurante de Avilés. Obviamente el motivo no era otro que el agradecimiento a sus campañas de publicidad y la comida fue bastante penosa, hasta que me confesó que a él no le gustaba comer: “Por mí, si pudiera, con una pastilla salvaría el trámite de comidas y cenas”. Años después, y por motivos ajenos a la gastronomía, corroboré mi sospecha de que aquel individuo, además de un malaje y un caradura, era completamente imbécil.
Hoy, gracias al Dr. Wrangham, puedo expresarme a gusto, sabiendo que la memez de aquel tipo debía provenir de que su intestino era demasiado largo y, por tanto, su cerebro notablemente más corto (yo creo que no iban por ahí los tiros, pero en fin…)
Mi mayor inquietud actual es, si con la moda de los cocineros mediáticos por servir todo crudo, nuestro intestino se alargará y nuestro cerebro se encogerá.
Obviamente lo primero que me vino a la mente es si la estupidez de estos cocinólogos podría venir motivada por su régimen alimentario, pero claro, en una generación no es posible tal mutación.
Entonces recordé un artículo que, bajo el nombre “¿Cocina molecular o tecnoemocional?”, me llegó como nota de prensa del grupo Montagut, en la que, además de considerarse como la biblia de la alta cocina (“Pau Arenós bautiza y define en Apicius, la biblia de la alta cocina, …) estos demiurgos de la nueva gastronomía catalana afirman lo siguiente (textual):
Huelga comentar semejante esperpento, pero claro, yo me quedo preocupadísimo, porque sería muy triste que una evolución que ha costado casi un millón de años, con logros tan brillantes como el Lechazo asado al estilo arandino, la fabada asturiana, la paella valenciana, el bacalao al pil-pil, el bull de lengua con escalivada, o los boquerones en vinagre con patatas chips y una cañita de cerveza, se viniese abajo en apenas unas décadas por culpa de la Cocina Tecnoemocinal.
¿No se les respinga el cuerpo pensando en semejante cataclismo?