Dietas y zarandajas
Por fin, después de varias décadas clamando en el desierto, las autoridades responsables de los países desarrollados han comprendido que las aberraciones alimentarias en que ha caído nuestra sociedad están causando más muertes y más inválidos que el cáncer y la carretera juntos.
En 1970, durante un viaje que hicimos a EE.UU., mi padre, hombre observador además de médico, se alarmó al ver como aquellos apuestos americanos que él recordaba de los años cincuenta, se habían convertido en gelatinosos obesos mórbidos que habían transformado la fascinante Nueva York de Fred Astaire y Frank Sinatra que él nos quería mostrar, en una especie de pesadilla, de “Corredor sin retorno”, poblada por seres deformes y enfermos que comían Donnuts y pizzas de forma compulsiva.
Desde entonces me interesó la dietética y ya en la facultad, hice algunas aplicaciones de mis estudios de bromatología para diseñar diferentes regimenes que siempre me funcionaron muy bien, mientras los seguía, claro, periodo que no solía durar más de un mes o dos.
Entonces comprendí que el problema no estaba en la base científica de la dieta (hablo siempre dietas serias, no de esas barbaridades tipo relámpago que pueden provocar graves disgustos), de hecho el profesor Grande Covián siempre defendió que había que comer de todo y siempre variado, el conflicto estaba en la viabilidad de la aplicación: un régimen puede llegar a desbaratar una familia, pero sobre todo, romper los nervios a quién tenga que cocinarlo.
Estaba claro que la solución para seguir prolongadamente una dieta radicaba en plantearla desde la organización doméstica: planificar un régimen de comida sana para toda la familia que, en vez de complicarnos la vida, nos facilitase al máximo las tareas de la cocina.
De momento solo puedo ofrecerles estos artículos que durante años publiqué al respecto y en especial el prólogo de “La Dieta de la Cuchara”, pero pronto estará disponible el plan entero.