Historia del tomate
¡Como la grana! vociferaban antaño los fruteros que venían a vender por las calles de Madrid los tomates de las huertas murcianas.
Desgraciadamente el glamour de la compra, o mejor dicho, el de la venta, ya se ha perdido y hay que ir a Sudamérica o al Magreb para volver a sentir la magia de los mercados.
Eran aromáticos, jugosos y con una gama de sabores que pasaba del ácido al dulce sin saber porqué extraño arte.
Pero aquí no estamos para rememorar tiempos pasados, de modo que vamos pues a adentrarnos en la historia y dar algunos datos sobre las peripecias de este fruto llegado hace cinco siglos desde el continente hermano.
Según todas enciclopedias y libros de consulta, esta hortaliza procede de México y no se empezó a consumir en Europa hasta principios del siglo XIX, alcanzando el rango de alimento común a mediados de aquel siglo, cuando los yanquis, que la habían rechazado por temor a su toxicidad por ser una solanácea, comprobaron su error e inventaron esa porquería llamada ketchup.
Sin embargo la historia real difiere bastante de lo que acabamos de contar
En sus primeros viajes, seguramente atraído por la espectacularidad de sus colores, Colón ya trajo el tomate a España, lo que demuestra que esta planta no era exclusiva del pueblo azteca, sino común en todo el Caribe.
Años después, en noviembre de 1519, el cronista y soldado de Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, describiendo el ágape con que les obsequió el emperador Moctezuma a su llegada a la capital, hace referencia a la bermeja baya como uno de los manjares más atrayentes y que por lo tanto, casi con toda seguridad, debió ser aprovechada por alguno de los pocos invasores que no solamente pensase en el oro.
Referencia más concreta de su cultivo en el viejo continente la tenemos a través del médico sevillano Nicolás Monardes, uno de esos maravillosos personajes reales a los que el sin par escritor, gastrónomo, historiador y sobre todo caballero y amigo, Néstor Luján, da vida en su exquisita obra "La Puerta del oro".
Este doctor en ciencias y autor del curioso libro "La historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras islas occidentales", nos narra como él y sus amigos Simón de Tovar y Gonzalo Argote de Molina, cultivaban en sus respectivos huertos botánicos, hermosas tomateras, aunque nadie se atreviese a probar sus brillantes bayas a pesar de las noticias llegadas de ultramar que aseguraban que los aztecas las consumían de diversas formas.
Hasta aquí podría ser cierto que el tomate pasase sin pena ni gloria a imagen y semejanza de la patata, y que su cultivo ornamental, diese paso a su ignorancia durante la época negra de la Inquisición española, hasta que después nos retornase a la mesa con la dinastía borbónica y procedente de la próxima Italia, donde se le conocía como Fruta de oro (pomodoro), por haber llegado allí alguna de las variedades menos lucidas de esta planta.
Sin embargo, una cosa que me extrañó fue la aceptación universal del vocablo tomate, procedente del azteca "tomatl", y cuyo uso es reconocido internacionalmente sin apenas variaciones, ya que, hasta los franceses, a quienes siempre gusta llevar la voz cantante, a pesar de haberle rebautizado con esa cursilada de "pomme d'amour", durante la revolución, en que se convirtió en uno de los emblemas de los "sans-culotte", se llamó "tomate", que viene a ser lo mismo que tomate.
La explicación quizá se encuentre en unos versos del "Amor médico" de Tirso de Molina (Acto I, escena VI, verso 805. Para verlos, pinche aquí), en que, allá por los primeros años del siglo XVII, en plena Inquisición, decía:
¡Oh anascote, oh caifascote,
oh basquiña de picote,
oh ensaladas de tomates
de coloradas mejillas,
dulces a un tiempo y picantes,
O en los de su coetánea sor Marcela de San Félix, hija de Lope de Vega para más señas, que narraba en su coloquio «La muerte del apetito" (Versos 1370/1375, pueden verlos) :
Alguna cosa fiambre
quisiera, y una ensalada
de tomates y pepinos.
¿Qué conclusión podemos sacar de estas líneas?
Pues yo diría que, casi con toda certeza y a excepción de las provincias más septentrionales en que no llegó hasta finales del XIX o bien entrado el XX, como Asturias o Galicia, el tomate se consumió en España de forma habitual desde los albores del siglo XVII, y, si no tomó el protagonismo gastronómico que se merece, fue debido a nuestra eterna actitud de despecho hacía todo aquello que obtenemos sin sacrificio.
Muestra palpable de ello son las ideas que D. Ángel Muro expresa en su libro de cocina, El Practicón, allá por 1894: "Los tomates se comen crudos con o sin sal, y en nuestro país, sobrio por demás, forman con el pan el desayuno del trabajador y el tente en pie del pobre, porque un tomate en su época no tiene ningún valor, pues vale el kilo lo que un sello del interior."
Hoy nos sirve de base para platos tan españolísimos como el gazpacho o la salsa española, aunque haya detractores como mi amigo Juan Carlos Alonso, quien llegó a decir que debería prohibirse su entrada en toda cocina decente.
Sobre gustos no hay nada escrito, pero gracias a Dios y a Colón yo grito desde mi escritorio: ¡Como la grana!
PD Este es el texto tal cual se publicó en el número de Julio 1992. No he querido retocarlo para conservar su autenticidad, aunque mi forma de escribir haya cambiado substancialmente. El motivo de tanto purismo es que este artículo provocó una polémica que llegó hasta a ser agria por algún historiador (el Dr. Martínez Llopis se lo tomó como ofensa). Desde entonces se han publicado trabajos muy interesantes que incluso afirman que el tomate es originario de Perú. Desgraciadamente también circulan otros por la Red que afirman estar en posesión de la verdad, incluso algunos que se subrogan la paternidad de ciertas informaciones contenidas en este trabajo, a pesar de haberlas publicado varios lustros después.
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