Historia de las Patatas fritas
Mucho se ha escrito sobre los orígenes de la patata como alimento de masas: que si Pizarro la trajo a Europa (en realidad fue su lugarteniente D. Pedro Cieza), que si Parmentier la hizo comestible en Francia, que si Sir Raleigh la introdujo en Inglaterra, pero en verdad nada de eso tiene el menor interés, porque hasta que no se inventó la patata frita, el miserable tubérculo peruano no servía ni para tumbar bolos.
¿A quién le debe pues la Humanidad tan inconmensurable hallazgo?
Pues a doña Matilde, barragana a la sazón del párroco de Villapedre a mediados del siglo XVIII, quién a su vez era oriundo de Andujar, y tenía la sana costumbre de tener siempre en casa una tinaja de buen aceite de oliva de su tierra cordobesa.
Una noche que la brava asturiana no estaba para risas, cogió un par de aquellas llamadas turmas de tierra, que su prima le había traído de las tierras de Mondoñedo diciendo que con hambre hasta se podían comer, y, partidas a guisa de panza de calamar, las echó en unas trébedes con aceite hirviendo, diciendo para sí: «A ver de esta revientas de una vez, andaluz de mal agüero».
Pero el curita, a quién le habían dicho que el arzobispo gallego estaba por la labor de cobrar diezmos por aquella extraña trufa blanca, se puso como el Quico, y lejos de reventar, le dijo a su manceba: «Mati, así la llamaba en la intimidad del hogar, desde hoy esta cenita la quiero todas las noches».
Dicen que poco después acertó a pasar por allí el legendario gastrónomo lucense J. de Candelucus, que volvía de la fiesta que habían dado los muchachos en el patíbulo parisino en honor de Luis XVI y su esposa María Antonieta y, al probar aquel manjar se sorprendió, pero como buen gallego, guardó el secreto para sacarle partido en mejor momento.
Al parecer fue años después cuando, en una noche de tiros y aguardiente, se lo dijo al su compañero de mus Antoine Augustin Parmentier, y aunque este hizo la prueba con mantequilla, el éxito fue tal, que la faz del mundo cambió.
Desde entonces y a galaxias de distancia, el planeta Tierra huele a patatas fritas.
Por ellas los hombres luchan y mueren, y desde Alaska hasta Tasmania, en cualquier chigre del mundo por apartado que esté, siempre habrá un plato de patatas fritas con que consolar al mas miserable trotamundos.
Pero ¿y en Asturias?, cuna universal de la patata frita, ¿se pueden comer aún?
Pues no se crean que es tarea fácil, porque desde que se inventaron las freidoras y el aceite de palma, conseguir un plato de buenas patatas fritas, es mas difícil que una buena terrina de hígado de pato al Armagnac.
Haber haylas en cualquier sitio, pero buenas ¡Ay Dios! eso ya es harina de otro costal.
No tienen misterio (ver receta de Patatas fritas).
Basta con una buena patata, que en la zona de Navia las hay inmejorables, abundante aceite de oliva, que está barato, una vulgar sartén de asas, y fuego, aunque sea de gas.
Sin embargo parece ser que los rancheros astures se sienten ofendidos por freír patatas, y así, aunque las ponen de guarnición hasta con la merluza a la romana (¡hay que ser bestias!), dejan la tarea para la señora de la limpieza, que es la encargada de pelarlas, así que, cuando estas llegan a la mesa, son una especie de catastrofe ferroviaria con olor a rancio y a calamares rebozados.
Triste sino le hemos reservado a tan noble invento.
Desde estas páginas reivindico su nobleza y protagonismo. Pido para ellas una cofradía gastronómica y un monumento de suscripción pública, y me comprometo a publicar una relación de restaurantes donde las preparen y sirvan como Dios manda.
Espero contar con la ayuda de todos ustedes. Deo gratias.
Posta Data (01/11/14)
Aunque resulte de Perogrullo aclarar que este artículo está escrito en clave de humor, quiero hacerlo para evitar que se repita un suceso que a mí me hizo mucha gracia, pero que al parecer costó un disgusto a varias personas.