Humor en las letras.
Del mismo modo que los críticos exigimos higiene a camareros y cocineros, los lectores deberían exigir un punto de humor, de chispa, de gracia, de pimienta, a quienes nos dedicamos a este, no sé si noble o espurio, oficio de las letras gastronómicas, porque si no es para pasar un buen rato, no creo que queden muchas víctimas dispuestas a tragarse una tras otra, mil revistas de publireportajes, aunque sean gratuitas.
Cuando no existía Internet, la presencia de algunos plúmbeos eruditos en los medios especializados se justificaba porque era la manera de divulgar conocimientos esotéricos al pueblo llano, y así, algunos pseudo intelectuales, se hacían famosillos escribiendo interminables artículos intragables sobre los penurias migratorias de las angulas desde el mar de los Sargazos.
Hoy, con teclear las palabras "angulas sargazos" en Google, cualquier ciudadano de a pie, hasta podrá saber que se llaman leptocéfalos.
Lo que no dice ninguno de estos artículos es como hay que hacer para no mancharse la corbata con esa puta gotita de aceite con que se vengan post mortem los jodíos leptocéfalos, porque de lo que no hay duda es que para comer leptocéfalos, hoy todo el mundo se pone la mejor corbata del armario.
Ninguno de estos pelmazos pasará a la historia como lo hicieran Julio Camba o Álvaro Cunqueiro, porque su trabajo no habrá aportado nada a la literatura, pero mientras tanto están cargándose la afición, porque de tanto tragar bazofias, la mayoría de los aficionados apenas si conservan sus suscripciones por aquello de estar al día, por poder presumir con los cofrades de su hermandad gastronómica de haber probado ya el último vino de Telmo.
El humor en las letras gastronómicas es como el limón en las almejas, un complemento delicioso al que no hay porque renunciar por dar gusto a los ortodoxos. De hecho, tanto las letras gastronómicas sin humor como las almejas sin limón, en exceso, suelen provocar hiperclorhidia.
Cierto que una magnífica almeja de Carril está divina a palo seco, pero a la tercera empezaremos a preguntarnos porque coño estamos renunciando a esa gotina de limón que hace que sus sifones se retuerzan y, si el bolsillo lo permite y el comensal no tiene que dárselas de purista delante de nadie, para meterse una docena de estos costosos bivalvos, los rociará sin lugar a dudas con ese alegre puntín de limón.
Tampoco hay que pasarse, porque los hay que van de graciosos y eso casi es peor.
Un par de gotas, vale, lo justo para que almeja se pregunte que desbarajuste se ha producido en su ecosistema y nuestra lengua aprecie el contraste entre el salino del agua de mar, el dulzor de la carne y el ácido del cítrico, configurando un todo armónico y estructurado.
Y cuando se escribe de comer, hay que tener alguna base para poder transmitir algo interesante, porque también los hay que recurren a estas revistas para que les publiquen esas gracias que en otras partes ya no admiten ni cobrando.
Decía el maestro mindoniense en el prólogo de La Cocina Cristiana de Occidente: "No va tener el mismo Derecho Civil el pueblo bebedor de tinto y comedor de asados que el cervecero y sopista".
Pues claro que no D. Alvaro, claro que no.
Un gastrónomo alemán podrá alcanzar la gloria investigando el origen de las 650 variedades de Brühwürste, pero a un lector español le importa un carajo que el gazpacho no se hiciese con tomate hasta el siglo XVIII.
¿Qué le voy a contar yo a usted? que hasta fue insultado por sus paisanos por defender que el origen del Canard a l' Orange era el Pato a la moda de Ribadeo. Porque lucenses brillantes ha habido, usted es la prueba, pero gilipollas también, que yo conozco unos cuantos.
¿Que es mentira? Bueno ¿y qué? Pero tiene gracia, y fundamento, porque en la ría del Eo otra cosa no, pero patos, naranjas y aguardiente Kummel de Riga, bien que había y si los franchutes aseguran que la uva albariño procede la Riesling alsaciana, pues nosotros podemos decir que fue al revés ¿Lo puede demostrar alguien?
Hace algunos años publiqué un artículo titulado"Criticar a los críticos" en el diario en que colaboraba por aquel entonces.
Fue apocalíptico. Mi consagración como indeseable por parte de los poderes fácticos de la región, autoconsiderados críticos. Algunos de estos manchafolios llegaron a exigir mi despido de los medios en que me ganaba la vida, por temor a que semejante dinámica les costase la poltrona a ellos (eso sí, siempre rogando al jefecillo de turno: "Pero no digas que he sido yo quién ha pedido su cabeza").
Venceréis pero no convenceréis, como le dijo Unamuno a Millán Astray en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Seguiréis en vuestros sitiales, pero acabaréis con la afición.
La historia solo os recordará como: "Aquellos coñazos que acabaron con la literatura gastronómica".
¿Verdad que sí D. Julio?