Pichón asado
Resulta vergonzoso e indecente que un gastrónomo que se precie de tal tenga que reconocer públicamente que hasta su madurez nunca había probado uno de los mas emblemáticos manjares de la buena mesa cristiana, los pichones, pero así es, y para mi deshonra he de confesar que fue el pasado invierno, cuando, en el maravilloso comedor panorámico de Pedro Subijana en el donostiarra monte Igueldo, probé las rosadas carnes de este sagrado animalito.
No cabe duda de que la cocina del Akelarre es una de las mejores de España, sobre todo en preparaciones tradicionales de alta cocina, y eso tuvo mucho que ver con que el plato resultase algo inolvidable.
Unos muslitos jugosos, con la piel perfumada por las especias, y una pechuga, que por supuesto a punto de sangre, ofrecía en la boca el mismo tacto que el hígado de ternera, pero con unos aromas que ya se me quedarán grabados para lo que me quede de vida.
¿Como es posible que nunca antes hubiese tenido oportunidad de probar tan excelso manjar?
Pues muy sencillo, porque en España ya no se comen palomos.
Hasta hace no muchos años, existía un equilibrio ecológico entre la Iglesia y las palomas porque los monaguillos y sacristanes, mediante un habilidoso manejo de unas pequeñas redes lanzadas desde los campanarios, hacían periódicas razzias que permitían al prior o al abad, almorzar parte de los sabrosos pajaritos que los pícaros acolitos cazaban, y así la simbiosis era perfecta.
Todo buen recetario que se preciase debía llevar al menos media docena de platos de palomo, y como excentricidad culinaria, podemos contar que el Manual del Perfecto Cocinero de Soler Monés, contiene nada menos que 672 recetas para cocinar sus famosos pichones del Prat.
Ahora, gracias al progreso, a la sociedad protectora de animales, a los ecologistas, y a otras mogigaterías hipócritas de moda que pretenden convertir al hombre en cordero (recuerden que durante milenios hemos sido carnívoros, cuando menos omnivoros, pero nunca rumiantes), pues resulta que ya no se cazan palomas y estos animalitos se han convertido en una auténtica amenaza para los edificios públicos (en varias ciudades han tenido que realizar cuantiosas obras de reparación en sus catedrales para erradicar los nidos).
Sin contar con la suciedad de sus excrementos en la vía pública y con que el día menos pensado, a imagen de la película de Hitchcok, en un parque infantil puedan descuartizar algún desprevenido bebé para comerle el bocadillo.
¿Cuanto mejor no estarían estas pacíficas aves tostándose en una olla con cebollitas, champiñones y vino viejo?
Pero así es la vida, lo que antaño fuera manjar de reyes (lo último que probó el rey Fernando el Católico en Almendralejo antes de pasar a mejor vida, fue un caldito de palominos, y su abuelo, el emperador Carlos V, en el monaterio de Yuste se desayunaba cada día con unos cuantos pichones asados), pues hoy parece vergonzoso.
Dura profesión la nuestra, sobre todo por lo incomprendida, pero aunque sea hurtadillas y con la complicidad de algún buen amiguete restaurador, de vez en cuando, cuando el tiempo y el bolsillo lo permitan, dense el gustazo de zamparse un par de pichoncitos asados al espeto, como la Torah indica que deben cocinarse las aves, como en el campo de Castilla aun se sigue haciendo con los sarmientos de las vides, o como modernamente lo hacen los cocineros tecnológicos con sus potentes hornos de convección forzada.
Y como la semana pasada terminé citando versos de Quevedo, pues esta no ha de ser menos:
Yo me soy el rey Palomo:
Yo me lo guiso y yo me lo como.
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