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La matanza

Ramón Celorio del restaurante Los Arcos
 
Ramón Celorio del restaurante Los Arcos
Publicado solo en gallego en el libro A Cociña do Inverno
 

Ya se que San Martín cae en otoño, pero en realidad me refiero a la celebración de las matanzas, que a pesar de nombrarlas según la costumbre castellana, en el Norte, y debido a la suavidad de la climatología, se suelen celebrar más entrado el invierno.

Tanto se ha escrito sobre esta costumbre gastronómica, que prácticamente se ha convertido en una liturgia pagana, de la que por cierto es preceptivo que participen los clérigos.

No en vano, según la Iglesia, la celebración de la matanza es un acto profundamente cristiano, cuya función social tiene origen en la Edad Media como demostración pública de que en la casa en que se sacrificaba un cerdo, todos eran buenos cristianos, sin la menor duda de contagio morisco o judío. Allá ellos.

De lo que no cabe la menor duda es de que desde que el hombre se hizo sedentario y empezó a desarrollar la ganadería, en Europa los cerdos han sido los protagonistas de las mas escandalosas orgías gastronómicas, y es que su carne blanca, y sus excelentes propiedades de conservación, eran garantía de poder tener asegurado el sustento durante los largos meses de invernada.

Esta condición de carne de uso a largo plazo, es la base de toda su culinaria, y por eso durante la celebración de la matanza, solamente se deben consumir las partes más blandas que no permitan su tratamiento de conservación. Antiguamente los jamones eran destinados al comercio, y servían de moneda de trueque para abastecer las casas de campo, de aquellos artículos manufacturados que el aldeano ne era capaz de solucionar por si mismo, tales como aperos de labranza, clavos, tejas, herramientas, etc., o incluso por comestibles foráneos tan introducidos en sus hábitos culinarios como los garbanzos, el aceite, el bacalao y por supuesto el pimentón, ingrediente imprescindible en la matanza.

También se usaban para pagar los tributos fiscales requeridos por el señor de las tierras, los diezmos que exigía la Iglesia, o cualquier otra rapiña de los sátrapas de turno.

El caso es que en pocas ocasiones eran los campesinos quienes podían disfrutar de ellos, y era signo de poderío tener un par de jamones colgados en la lareira para consumo de la propia casa.
Quizás por eso hoy día, en recuerdo de tantos siglos de penuria y hambre, es rara la cocina de un gallego, que no tenga un jamón colgando para orgullo y tranquilidad de sus amos.

Particularmente yo pienso que tampoco se perdían mucho los antiguos labregos, porque para mi gusto, donde esté una buena zorza, unos potentes chorizos, un sabroso lacón, o aun mejor unas deliciosas manitas bien cocinadas, que se quiten los jamones.

Los jamones norteños no tienen apenas calidad gastronómica, porque las condiciones de curación para una pieza de tal tamaño han de ser extremas, tanto de frío como de sequía, y salvo en algunas cabañas escogidas de las sierras del Caurel, de Fonsagrada, o de los Ancares, los jamones que se curan en Asturias, Cantabria,Euskadi, o Galicia, suelen resultar crudos, salados, y sin apenas algún perfume que no sea el del humo de la lareira.

Eso en el mejor de los casos. Por eso y siendo honrados, si se quiere comer buen jamón serrano hay que recurrir a otras regiones mesetarias como Jabugo, Guijuelo, Trevelez, Montanchez, etc., y apurarse en comerlo, porque la humedad de nuestras tierras perjudica seriamente estas joyas de la gastronomía española.

Sin embargo los jamones de nuestras aldeas, si no se pretende usarlos como sustituto de esos enjutos perniles ibéricos, y se consume como siempre ha sido preceptivo en nuestra coquinaria, es decir pasado por una plancha puesta al fuego, se convierten en un bocado irrepetible para esas tardes de frío en que a las cinco ya es casi de noche, y en las que una merienda con jamón, huevos y tortos de maiz, es algo así como el nirvana de los larpeiros.

Claro que me reafirmo en la anterior opinión: mejor aún una buena zorza pasada por la sartén, y si lleva trozos de castaña cocida y unas uvas pasas, entonces, apaga y vámonos.
Pero estos son los productos de la matanza que se comen al cabo de cierto tiempo, pero la matanza en sí, tiene una culinaria específica que desgraciadamente se está perdiendo, y de cuya existencia en las ciudades ya apenas si queda un recuerdo.

Algún raxo enviado por los parientes es todo el recuerdo que queda de esos días de fiebre devoradora de carne. Las autoridades de estas comunidades deberían utilizar las matanzas como un aliciente fundamental de ese bodrio que promueven con el nombre de Turismo Rural (cada vez que oigo ese nombre me acuerdo de una amiga mía muy cursi, y muy de Madrid, que cuando veía algún paisano decía: "Huy que señor tan rústico").

Si a los turistas que vienen a aburrirse en los hoteles para contar a la vuelta al trabajo aquello de: "Chico que silencio, que paz, que aire tan limpio" y omiten lo de "y que coñazo", por aquello de dar envidia al compañero de oficina, en vez de dejarlos tirados en su habitación leyendo el dominical de El País, se les ofreciese asistir a una matanza, comer los platos antiguos en su ambiente, disfrutar de esa magia ancestral que se respira en esas circunstancias, seguro que volverían mucho más contentos y haciendo una publicidad mucho más efectiva que la que contratan los señores responsables de la administración, gastando millones, que buena falta harían para recuperar nuestra maltratada gastronomía, porque pese a su obstinación, este sigue siendo el principal motor turístico de las comunidades cantábricas.

No puedo por menos que recordar el bochorno que pasé hace alunos años, cuando, en un almuerzo ofrecido por el alcalde de Quiroga a unos periodistas que habíamos sido invitados por las diputaciones de Lugo y Orense para promocionar los embalses de la Ribeira Sacra, una compañera del diario ABC le preguntó al propietario del local cuales eran las especialidades de la zona y este sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo le espetó : "Pues aquí lo típico son las almejas a la marinera, las vieiras, el pulpo y los pescados a la plancha".
Claro la chica no pudo por menos que preguntarle con sorna si provenían de los embalses del Sil, porque claro, una cosa es que sean de Madrid, y otra muy distinta es que sean gilipollas.

Para empezar esta actividad turístico gastronómica invernal, o sea el menú de matanza, yo aconsejaría un aperitivo de torreznos o chicharrones fritos, con unas botellas de sidra, txacolí o vino tinto de Mencía.
Esto siempre impresiona, y si la cocinera es curiosa y no piensan salar la careta, un surtido de fritos de morros y oreja, rebozados en pan rayado con ajito picado y perejil, puede ser un éxito total. De primero, es tradicional en Asturias tomar la sopa de hígado, y aunque hoy ya no se prepara en casi ningún restaurante, antaño era obligatoria en toda matanza que se preciase.

Como novedad y para refrescar un poco la boca, propondría una ensalada de escarola con tropiezos de panceta fresca pasada por la sartén, y complementada con unos currusquitos de pan frito y un poco de queso de Gamonedo desmigado, algo así como una ensalada Cesar pero a lo carpetovetónico.

Con este refrigerio se pueden servir algunas partes magras hechas sobres las áscuas que resultan de la hoguera preparada para chamuscar los pelos del animal, por ejemplo: los solomillos ligeramente adobados resultan deliciosos, incluso algunas tiras de falda también resultan sabrosísimas, sobre todo si el cochino ha comido en los dos últimos meses castañas, bellotas y maiz. De plato fuerte sin duda las manos. A mi me encantan preparadas como los callos, como hacía mi madre en su Horno de Santa Teresa.

Es una de esas salvajadas culinarias a las que no podré resistirme aunque me obliguen los galenos. También se pueden tomar estofadas con lentejas, resultan deliciosas y mucho más ligeras que con garbanzos, y si la casa donde se prepara la matanza quiere ofrecer refinamientos, rebozadas y servidas con una salsa de setas, preferiblemente boletus, el resultado puede ser de apoplejía.

Para postre, las manzanas cocidas en la grasa de los chicharrones son uno de esos postres que hasta hace poco no faltaban en ningún hogar campesino por estas fechas, y ni que decir tiene, que como colofón de la comida, los frixuelos de sangre, o filloas como se llaman en galicia, tienen que epatar a nuestro convidado foráneo.
Les aseguro que si nuestro invitado sobrevive a la experiencia, cuando vuelva a su ciudad y cuente lo que ha vivido, Asturias, Cantabria o Galicia ya no serán solo marisco, Santiago de Compostela, Covadonga y Comillas, serán mucho más, serán lo que de verdad siempre fueron estas tierras, y que ahora yacen pisoteadas por mercaderes de estereotipos fáciles de vender.

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Escrito por el (actualizado: 10/08/2015)