El Temperamento del Gusto
Antes de explicar este novedoso y por tanto arriesgado concepto, voy a empezar por hacerlo con el citado en el comentario de la introducción al capítulo: La temperatura de la luz en fotografía.
Antes resultaba bastante difícil explicar a los alumnos de fotografía este concepto, hoy, gracias a la fotografía digital, basta con saber manejar el balance de blancos para saber lo que es la temperatura de la luz.
No se trata de la intensidad lumínica, aunque ambas suelen ir bastante ligadas. Por decirlo de algún modo, en el primer caso hablamos de la cantidad, mientras que en el segundo lo hacemos de la calidad.
Por ejemplo, tenemos una cantidad de luz que nos indica sacar una foto con un Ø8 a una velocidad de un 1/250, en un espacio iluminado con lámparas de tungsteno, y otra a Ø5,6 y velocidad 1/125, en exterior. En el primer caso, hay evidentemente más del doble de intensidad (cantidad de luz) que en el segundo, perocon una película normal y sin filtros correctores, la primera saldrá amarilla y la segunda impecable. ¿Porqué? pues porque la temperatura de color (calidad de luz) que produce la bombilla de tungsteno, es muy cálida, muy baja, mientras que la solar es mucho más elevada y más azulada.
De hecho, existen distintas medidas para determinar la calidad y la cantidad. Para la cantidad, o intensidad lumínica, se habla de Luxes, mientras que para la calidad, o temperatura, se habla de grados Kelvin. En el ejemplo anterior, tendríamos en el interior una temperatura de 2.800ºK (las bombillas de tungsteno van desde los 2.800ºK de las domésticas, hasta los 3.400ºK de las lámparas sobrevoltadas de los estudios de fotografía), mientras que en el exterior habría 5.400ºK, que es la temperatura de la luz solar (ésta también varía, ya que en un atardecer puede llegar a bajar hasta los 3.000ºK, esas luces del crepúsculo que pintan de anaranjado las casas durante algunos minutos).
Bien, pues con los sabores sucede algo parecido.
Por ejemplo, un vino puede ser de alta expresión, muy tánica, muy sabrosa, muy potente en boca, sin embargo su temperamento, su temperatura sápida, ser baja. En este caso, se desarmaría con el primer contraste que encontrase.
Esto es muy frecuente con los vinos jóvenes: al entrar en boca son como una bomba, afrutados, alegres, con gran cuerpo, casi agresivos por su astringencia y sus taninos aún vivos, pero, después de un bocado de chorizo frito, se quedan como agua, sin peso en boca, hasta tal punto, que cuesta creer que se trate del mismo vino que habíamos probado antes de comer el pincho. En este caso, diríamos que, a pesar de ser muy intenso de sabores, su temperamento es bajo.
Todo lo contrario sucede con los Grandes Vinos de Borgoña, en apariencia son ligeritos, sobre todo para los habituados al perfil de Burdeos (en España casi todos los vinos siguen el talante bordelés), pero metidos en un menú potente, se van reafirmando hasta demostrar todo su carácter, o sea, su elevado temperamento.
Alain Senderens, en su libro Le Vin et la Table, al proponer un Volnay de media edad para acompañar su “Matelote de Lotte” (una especie de caldereta de pescado), dice: “Los vinos más viejos corren el riesgo de mostrarse demasiado ácidos y quedar desnudados por la nata (de la salsa)”. ¿No les parece un anacronismo? A simple vista, un vino, cuanto más poderoso, un gran reserva, por ejemplo un Premier Cru del Medoc, debería soportar mejor la fuerza de la salsa, sin embargo, el maestro Senderens sabe que su gran acidez se vería anulada por la nata, y detrás de ella el vino quedaría en pelotas, mientras que un aparentemente afeminado Volnay, se mantendrá altivo hasta el final de la prueba.
Respecto a las comidas, sucede lo mismo. ¿Qué tiene más sabor, una rodaja de chorizo o una almeja cruda? Pues el chorizo tiene mayor intensidad debido principalmente al pimentón, pero menos temperamento, menos complejidad, menos matices y así resulta curioso ver como, junto a un gran reserva de Rioja, la almeja mantiene toda su capacidad aromática, hasta se refuerza, mientras que al chorizo lo deja baldado, insípido.
Antecedentes de este concepto
Hoy día resulta anecdótico, casi grotesco, hablar de humores, complexiones y productos calientes y fríos, sin embargo debemos tener en cuenta que, durante casi mil años, desde principios del milenio hasta el enciclopedismo del XIX, la medicina occidental mantenía los estudios de Avicena y éste basaba todas sus teorías en los diferentes temperamentos, tanto del cuerpo y sus fluidos (o humores), como de los productos que ingería.
Incluso médicos y químicos germánicos o sajones, alejados por tanto de las corrientes arábigas, pongo por caso a Hoffman, fundador de la teoría orgánica, razonaban todas sus investigaciones a partir de ese concepto.
Salvando esa cierta ingenuidad –como los científicos se expresaban hasta hace apenas medio siglo–, en el tratado “Carta Físico Médica” del Dr. don Thomás de Aranguren (1784), leemos: “Que el vino tinto es más cálido que el blanco, se demuestra de este modo: Tanto quanto más espíritu inflamable encierra un ente, tanto más cálido es: luego el vino que tenga más espíritu, será de consiguiente más cálido: el vino tinto tiene más espíritu que el blanco: luego es más cálido que este”.
Más curioso es otro trabajo anterior, “Banquete de Nobles Caballeros”, escrito por el Dr. don Luis Lobera de Ávila en 1530, médico a la sazón del emperador Carlos V y hasta del Papa Clemente VII, en el que dice: “Los vinos blancos, según Galeno, en el commento de la tercera partícula Del regimiento de las agudas, son menos calientes que los tintos, siendo de igual tiempo y de un territorio comparados los unos a los otros; porque vinos hay blancos de una tierra que son más calientes que tintos de otra, y tintos de otra, menos calientes que blancos de otra. Así como vinos de Pelayos o de San Martín, blancos, son más calientes que tintos de Escalona y otras partes; y tintos de Pelayos y de San Martín son más calientes que blancos de Madrid; y así se puede comparar de las otras tierras”.
Otro ejemplo, en este caso una obra de arte ya que estamos hablando nada menos que del médico, alquimista y polígrafo, Arnau de Vilanova (o Arnaldo de Villanueva), el descubridor del aguardiente, quién allá por el siglo XIII, envió un tratado de higiene alimentaria a su señor, el rey Jaime II de Aragón, “de complexión media”, donde le daba consejos sobre qué alimentos debía tomar en función de su temperamento y que decía: “Los cuerpos templados no deben usar de la fruta en lugar de mantenimiento y comida, si no de medicina, es a saber para preservarse de algún accidente dañoso”.
¿Tan imbéciles fueron los científicos árabes, mozárabes, franceses, ingleses, alemanes, flamencos y otros europeos, como para manejarse durante ocho siglos sobre una base absolutamente carente de función y empírismo?
Ya sabemos que la ciencia es escéptica por naturaleza y hasta suele comportarse tan intransigente como la Inquisición en aquellos fenómenos que sus propias limitaciones no le permiten explicar. Luego, cuando dan con la tecnología necesaria, dicen: “Ahora sí, la Tierra ya es redonda”, como si hasta ese día hubiese sido plana.
Hoy podemos medir la luz tanto en su intensidad (Lux), como en su temperatura (Grados Kelvin). También se pueden medir los aromas (cromatógrafo de gases) y quizás algún día se pueda medir el temperamento del gusto. Ese día se podrá decir que mis escalas de temperamento son falsas y que mis suposiciones eran erróneas, hasta entonces yo seguiré investigando y desarrollando este trabajo, cuyos resultados en los diferentes talleres de gusto en los que he participado son tan espectaculares, que demuestran empíricamente que no voy desencaminado.
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