Cocochas de bacalao rebozadas
Sin miedo al esperpento, creo que podríamos afirmar que el mundo está dividido en dos clases de personas, los cocochófilos y los cocochófobos, porque lo que está claro es a nadie les resultan indiferentes estos musculitos que forman el suelo de la boca de algunos peces como las merluzas o los bacalaos.
Es comprensible que los cocochófobos sientan recelo de esa carne gelatinosa y de intenso sabor a pescado, lo entiendo, les admiro y animo a quienes no se hayan iniciado en la cocochófilia a que no lo hagan, porque bastante caras son ya para que se vulgaricen como sucedió con las angulas. Por culpa de esos horteras ricos que comían angulas fritas porque sabían a ajo, nuestros ríos están despoblados de anguilas, que esas sí que están ricas.
Con las cocochas sucede como con la lamprea, los buenos gourmets somos capaces de hacer mil kilómetros por regalarnos con una Lamprea a la bordelesa en Arbo (cerró el restaurante La Mezquita, una lástima, ahora hay que pasar a comerlas en Portugal), o de esperar pacientemente más de media hora para ligar bien esas Cocochas al pilpil, pero yo conozco a muchas personas que solo con ver estos platos, ya se les retuerce el estómago y preferirían leer el libro de Belén Esteban antes que meterse un bocado. Mejor así.
Las cocochas de bacalao se pueden encontrar en el mercado de tres formas, hay una cuarta, que es en fresco, recién sacadas, como las de merluza, pero resulta muy difícil encontrar una pescadería que despache varias docenas de skreis en un fin de semana. Otra forma también difícil de conseguir es congeladas, son casi un producto exclusivo de hostelería. Las más comunes son secas en sal, como el bacalao tradicional. Y la que nos falta es en salmuera, que son las que ven en la foto, un invento un tanto inquietante porque están nadando en agua, pero que resultan exquisitas.
La receta
El vendedor le dijo a mi pescadero que tenían que desalar cuatro días. A mi me pareció una burrada y, como mi chica tenía que marchar el domingo, pues decidí probarlas con tan solo dos días de agua dulce. ¿Resultado? Creo la próxima vez las tendré incluso menos tiempo porque quedaron un poco sosas.
El proceso de fritura es sencillísimo porque, como ven en la foto, son casi como los Fritos de pixín o de merluza.
En este caso y como mi pareja es celiaca, usamos harina de garbanzos, que tiene la gran ventaja de que absorbe muy poco aceite y quedan más crujientes, además de no contener gluten, claro.
Conviene escurrirlas bien y secarlas con papel de cocina, presionándolas incluso un poco porque llevan mucho agua.
Ponemos la harina en un plato grande, mezclada con el comino molido y la pimienta. De esta forma se rebozan muy fácilmente y se van dejando por el borde del plato.
Un otro plato sopero batimos el huevo y reservamos hasta que veamos que el aceite está bien caliente. Les recomiendo usar una sartén lo suficientemente grande como para poder meter todas las cocochas, porque la harina de garbanzos tiene el problema de que si se quema, da mal sabor al aceite.
Ya solo queda ir cogiendo una a una, pasarla por el huevo y a la sartén. Cuando estén todas, procuramos seguir el orden en que las hemos echado para darles la vuelta y, cuando veamos que están bien doraditas, las sacamos a un plato con papel de cocina para que absorba el exceso de grasa.
Un vino para cada plato
Un gran plato se merece un gran vino, de modo que nos inclinamos por el Finca Monteproso, un verdejo de Rueda criado durante cinco meses sobre sus lías, lo que hace de él un vino poderoso y con esa acidez que los riojanos saben sacar hasta en sus vinos castellanos, lo justo que necesitaba un plato tan gelatinoso como este. También es complicado el huevo porque puede llevarse por delante a muchos vinos más sencillos, pero con este estábamos seguros de que no le afectaría y así fue.