Civet de liebre.
Tomo prestadas las palabras de Angel Muro en El Practicón, para explicar en qué consiste este plato: “La palabra Civet no tiene traducción, ni la necesita, porque no hay quién desconozca el nombre de este guiso francés y exclusivo de la liebre …” ¿Preguntas?
Lo cierto es que se pueden hacer civets de cualquier bicho de sangre caliente y tampoco estoy muy de acuerdo con el origen, porque me imagino que antes de que Antonin de Carême bautizara este plato, los posaderos riojanos, manchegos y navarros ya lo harían desde que se fueron los árabes, y aún, porque a estos también les gustaba el morapio.
De hecho Néstor Luján, esboza la posibilidad de que la palabra civet venga del término español cebolla, lo que apuntaría un origen hispano y la condesa de Pardo Bazán, citando un extracto de la obra Juan Alcarreño de Teodoro Baró, la bautiza como Liebre a la gallega.
En realidad civets, por seguir con el galicismo, hay tantos como cocineros dispuestos a preparar un buen guiso de caza con vino y cebolla. Yo he encontrado cincuenta recetas diferentes porque he consultado cincuenta libros, pero si hubiese mirado en cien, cien distintas hubiera visto. Así que les presento la que hacía mi madre, lo primero porque respeta mejor que ninguna los perfumes del vino (la mayoría añaden brandy, mantequilla, tocino, etc.) y lo segundo porque, dentro de que es latosa, quizás sea la más sencilla y segura.
Don Ángel tenía sus cosas, como todos, y en esta receta, respecto al vino dice: “Cuanto mejor sea el vino mejor será el guiso. Si el vino es de los capsulados y etiquetados, …, vale más tirar el guisado. (…), en la calle de la Victoria, en el despacho y bodegas del señor Niembro, hallará siempre el consumidor vino de verdad y a precio honrado”. Qué jodío, así que fue él quién inventó la publicidad encubierta, y yo que pensaba que había sido Pñrfksqzn... Blub, blub, blub.
Este es un plato que hay que preparar con tiempo, al menos dos días de antelación.
Hay que empezar por matar una liebre, que no se encuentran así como así y menos correteando por los centros comerciales de Las Rozas, como en mis tiempos. Como es improbable que ustedes sean capaces de cometer el crimen por sí solos, pues pasemos de la opción de aprovechar su sangre en caliente, dando por seguro que la comprarán en una pollería, eso sí, hay que pedir al carnicero que, además de descuartizar anatómicamente a la involuntaria protagonista (los hay que se ensañan y dejan la pieza como si hubiese sufrido un accidente ferroviario), nos reserven primorosamente sus vísceras nobles, a saber: sesos, hígado y riñones.
Maceración:
En una olla esmaltada o recubierta de Teflón (el vino no debe tocar metal), colocamos las piezas de la victima. Se añaden las especias, se cubre con el vino y se deja reposar toda la noche.
Al día siguiente picamos la cebolla y la freímos con un par de dientes de ajo hasta que se dore.
Escurrimos las tajadas (conservando el vino que tiene toda la sustancia montuna), las pasamos por harina y las freímos en abundante aceite bien caliente para que doren. Se escurren y reservan.
Majamos las vísceras en el mortero y reservamos.
Colamos el vino para retirar las especias y cachitos de hueso desprendidos y, en la misma olla, acomodamos los trozos de liebre fritos. Cubrimos con la cebolla, añadimos el majado de vísceras y cubrimos de nuevo con el vino. Debe hervir fuerte unos cinco minutos para evaporar el alcohol y luego ya, reposadamente, la dejamos hacerse lentamente durante una hora y media.
Dejamos enfriar y, cuando esté templado, retiramos las tajadas y trituramos la salsa, mejor en un chino que con la minipimer, y volvemos a poner todo en la cazuela.
Por decirlo de algún modo, ya hemos cumplido, pero el guiso no ha terminado de hacerse. Si lo probamos, tendrá un sabor acre y el color será amoratado, casi malva. Es importante, diría que vital, dejarlo reposar al menos un día para que la salsa se oxide. Es casi milagroso como poco a poco se va poniendo parda y, cuando lo probemos al cabo de 24h, ese sabor ácido se habrá convertido en casi dulce, como si le hubiésemos añadido chocolate. En caso de que el vino usado sea demasiado joven y se mantenga ese color violáceo, se puede rectificar con mole o directamente con chocolate amargo (Nestlé 70% cacao).
La guarnición obligada es pan frito, así se ha hecho desde el principio de la Humanidad. Hasta Câreme le ponía picatostes, “croutons”, los llamaba él. Yo le he añadido unas verduras en tempura (ahora al rebozado se le llama así), para dármelas de fino y para que la foto tenga un poco de color, pero es un curro infame y pone la cocina perdida, aunque están muy ricas y estas (zanahoria, pimiento verde, cebolla y perejil) tienen un sabor muy otoñal.
Si se atreven a hacerlas, basta con cortarlas en crudo y sumergirlas en una masa hecha con harina de Tempura, o de rebozar, mojada con cerveza a punto de crema. Hay que usar abundante aceite caliente pero sin humear para que se hagan por dentro y servir sobre la marcha, que es lo más latoso, salvo que tengamos un ayudante vietnamita, que para estos casos es muy practico.
Servicio.
No se devanen los sesos, este tipo de recetas antiguas no admiten mucha ciencia de presentación, se recalientan y se sirven sin más. Todo tipo de adorno es inviable porque el guiso en sí es feo, negruzco, pardo, pastoso, exquisito.
Vino recomendado.
Ya que estamos con los navarros, pues sigamos con el mismo palo. Para el guiso hemos usado un vino joven porque es más agresivo, pero ahora hay que buscar uno más goloso, con mucha crianza, bien cuajado para que soporte los perfumes a monte envolviendo todo sedosamente. Esta es la receta ideal para descorchar ese Señorío de Andión que guardábamos como oro en paño.
Pueden ver toda la colección de recetas de mi restaurante, el Horno de Santa Teresa, pinchando en La Cocina de mi madre y también las Recetas al vino en PlanetaVino.
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