La Plazuela, contra la cocina de Ramón Celorio. La Mancha en esencia pura, junto a los sabores más radicales del Mar Cantábrico.
Desde que Gonzalo Rodríguez empezó a volar solo (ya antes había revolucionado la Cooperativa de Labastida, pero tenía que luchar contra corrientes muy establecidas), sus vinos fueron un soplo de aire fresco en la enología española, porque los Ercavios enamoraron desde su primera gota, pero él quería hacer también un gran vino de esos que antes se llamaban de Alta Expresión (no sé porqué ahora eso es sinónimo de horterada, pero bueno...), y sacó La Plazuela, un vino caro, un vino que requiere mucha inversión, pero que, desde que vio la luz, enamoró a más de uno, entre ellos, yo.
Es un vino deslumbrante, apasionante, golosote, de esos que cuando empieza a desprender sabores en la boca da pena que pase por la garganta porque se nos acaba el trago, pero a la vez hay que hacerlo porque solo así podemos ir recogiendo una procesión de aromas y sabores tan ensamblados, que tan pronto estás notando unos minerales impropios de la uva Cencibel en esas tierras manchegas, como todo ese capacho de frutas negras maduras que parece que nos acaban de exprimir y concentrar en un trago.
Hace algunos años, volviendo de una histórica cata de Jumilla (digo histórica porque nos lo pasamos como niños), paramos a comer en el restaurante Las Rejas de Pedroñeras, y el maestro Manolo de la Osa (para mí uno de los más grandes cocineros de España), nos preparó un menú que aún recuerdo con nostalgia.
Nos sentamos a la mesa con un aperitivo de champagne Bollinger, luego empezamos en serio con La Plazuela, y el gran fin de fiesta fue de esos carísimos, tan caros que da vergüenza que te vean descorcharlo. Pero después de la primera copa, yo preferí volver a La Plazuela, porque esa alegría de sabores, era el contrapunto perfecto para la descomunal cocina de Manolo.
Claro que jugaba en casa, porque la mejor cocina manchega de todos los tiempos, con el mejor vino manchego de la historia, pues era de sentido común que aquello resultase una sinfonía memorable, pero ¿Sería capaz soportar este manchego algo tan lejano y opuesto como los sabores marinos del Cantábrico? Y así preparamos esta encerrona, porque no se puede llamar de otra forma (al terminar la comida, Gonzalo me dijo: “Anda que ya os vale, no le habéis dado ni un respiro a mi vino”).
La cocina de Ramonín Celorio.
Gracias a Dios, a la virgen de Covadonga, a Santa Teresa (patrona de los gastrónomos) y a todos los santos, al restaurante Los Arcos no le han dado nunca ninguna estrella Michelin, por lo que Ramón Celorio cocina pensando en los clientes y no en los críticos, con lo que su cocina es innovadora pero no estrafalaria, porque no tiene que diseñar platos pensando en la foto, sino en los sabores, en que cada plato resulte una satisfacción para los comensales.
Ramón es un enamorado de los grandes vinos, de hecho me acusa de haberle corrompido y dejado la tarjeta de crédito hecha unos zorros, porque cada vez que nos reunimos, le enseño alguna bomba, y claro, luego no quiere bajar el listón.
Cuando probó La Plazuela se le pusieron los ojos en blanco y me dijo que iba a preparar unas cuantas delicias para llevar ese vino al Olimpo, pero yo le pedí que hiciese lo contrario: “Ramón, ya sé lo divino que puede resultar este vino con platos de caza, estofados y cosas así, pero lo que quiero es ponerle a prueba con lo imposible, hasta con la odiosa fabada, verdugo implacable de los más aristocráticos tintos de La Rioja y de La Ribera del Duero".
La fiesta.
La broma empezó con un aperitivo de Anchoas, sobre bolitas quesos de Afuega´l pitu y jalea de cítricos.
El plato era más complejo de sabores de lo que yo hubiera deseado, porque me apetecía enfrentar al vino con productos, no con filigranas, pero la verdad es que nos metió de lleno en el debate, porque si la composición ya era un combinado de sabores explosivo, al probar el vino aquello era una feria, como Disneyworld. Para algunos la salazón perduraba después del vino, para otros, estos matices empireumáticos contrastaban con la frescura del vino y hacían un maridaje excéntrico, y en lo que sí coincidimos todos fue en que, una vez bien tragado el bocado y sin restos en la boca, el vino se mostraba de nuevo resplandeciente, en toda su plenitud.
El segundo aperitivo fueron unas Huevas crudas de erizo de mar fresco, con tropiezos de panceta ligeramente tostada en la plancha.
El cañonazo fue de tal calibre que todo el mundo se olvidó que estábamos analizando maridajes, pero cuando puse orden en el rebaño, se escuchó un ¡Mhhhh! generalizado, y vuelta a guirigay. El poderoso sabor a yodo del erizo se mantenía y el vino cambiaba de perfil, más mineral, más elegante, menos despampanante, pero al segundo trago retomaba todo su brío. Volvimos a percibir esa misma sensación, cuando la boca estaba limpia, el vino volvía a ser el mismo de la cata previa.
El tercer aperitivo era infranqueable, porque consistía en un Torto de maíz, con sardina en vinagre, tomate fresco y todo gratinado con queso de Bedón. Solo faltaban los espárragos y las alcachofas para tener reunidos en un mismo plato a todos los criminales del vino. Este es el plato que ha puesto este año de moda Ramón, y fue muy celebrado, aunque todos mirábamos la copa como pensando: “Pobritín, la que te va a caer”, pero la sorpresa fue mayúscula cuando vimos que salía tan campante, incluso Mª Jesús destacó que, aunque el sabor del vinagre seguía presente en boca, todo ello hacía que el vino resultase más fresco, más frutal. Gonzalo no se lo creía: “A pesar de la mala leche del platito, el vino resiste ¡Eh!”.
Mucho duró el debate porque la boca experimentaba cambios continuos y el vino evolucionaba por momentos, de hecho podríamos haber seguido con el experimento un buen rato, pero nos llegó el primer plato serio, un Lomo de abadejo fresco sobre cama de trompetas de la muerte frescas y salsa de lapas.
Para quién no conozca el sabor de las lapas les diré que, aunque radicalmente distinto, es junto a los erizos, el sabor marino más concentrado que existe.
La armonía del plato llamó la atención y Miguel Ángel Rincón llegó a afirmar que era unos de los platos más elegantes que había probado y que el maridaje era maravilloso. Aquí el problema era el inverso: ¿Hasta donde el coloso manchego eclipsaría ese abanico de matices marinos tan equilibrados y elegantes?
María Jesús y Andrés dijeron que no los masacraba, pero, que tampoco se ensamblaban. Vamos, que iban cada uno por su camino. Sin embargo al resto de la mesa nos pareció que no solo no había calamidad, sino que todo el caudal de sabores a algas, se envolvía con las frutas del vino y el pescado salía aún más limpio, sin la menor interferencia. Un maridaje disparatado, sin lugar a dudas, pero con un resultado tan agradable que hasta se propuso abrir una botella de Albariño para ver si este no enmascararía más los sabores del abadejo, que cuando está recién pescado, es uno de los bocados más finos del mar.
La traca final era la Fabada, un suicidio aceptado porque era prueba repetida un sinfín de veces y cuyo resultado era siempre el mismo: adiós vino.
El primer comentario fue que aquella delicia no era una fabada al uso y que con ella, bien podría funcionar ese vino, como de hecho estaba sucediendo, pero yo he probado otros vinos con la misma fabada de Ramón y, aunque reconozco que es la fabada más equilibrada y exquisita de Asturias, a los tintos los deja para el arrastre.
Sin embargo La Plazuela resistió, incluso comiendo el compango, algo inaudito, aunque ya albergaba yo ciertas sospechas, porque con tanta fruta y unas maderas que lo que hacen es resaltar estas y marcar bouquet, me cabía la duda de que el vino se mantuviese en pie y, para colmo, a pesar de sus 15º, refrescaba la boca, algo que considero imprescindible en un maridaje con fabada y que solo he conseguido con la sidra y con algunos blancos de alta acidez y matices muy frutales.
Se llegó a la conclusión de que era la Garnacha la responsable de tal milagro y Andrés apuntó que era muy importante que la fabada estuviese muy caliente, porque así se reforzaba esa sensación de frescor del vino.
Antón, que sido compañero mío de varios desaguisados de este tipo, llegó a decir que el vino llegaba a vencer a la fabada, algo insólito en un gourmet tan experto como él en este maridaje.
En el postre ya no hubo solución, porque Ramón nos preparó su famoso “Coulant de avellanas”, y entre los sabores de la mantequilla, los tostados de la avellana y el azúcar tostada, el pobre vino quedó como si hubiese pisado una mina anti personas, pero es que, si después de la maratón que había superado, encima supiese bien con el postre, pues habría que pensar que los que estábamos para el arrastre éramos los catadores.