Neveras, el invento que cambió el mundo
Para muchos de ustedes, queridos lectores, aquellos que aún no se han enfrentado a la dura prueba de cumplir los cuarenta, lo que voy a contarles sonará a batallita del abuelo Cebolleta, bueno, eso si es que llegaron a leer el TBO, que tampoco es fácil.
Pensarán que les estoy metiendo bolas y que los detalles que les voy a comentar los he sacado del Quijote, sin embargo, y si de muestra sirve un botón, les diré que en mi casa, y con una madre para quién la cocina fue una pasión en la que no escatimaba fortunas, no se pudo comprar un frigorífico, un Frigidaire que se decía entonces, hasta bien entrados los años sesenta.
De aquella pasabamos los veranos en Estoril, que era el respiro de las familias liberales españolas, y recuerdo que cada vez que doña Lola se paraba delante de un escaparate de electrodomésticos, le susurraba a mi padre: «Pepe, no sería posible llevarnos una de estas neveras».
Y aquí viene la pregunta: ¿como podíamos vivir, sobre todo en Madrid con cuarenta y tres grados a la sombra, sin frigoríficos.
Bueno, pues se vivía, y les aseguro que tampoco era tan dramático como nos podría parecer ahora, tiempos en que si se estropea este dichoso aparatito, parece que el mundo se va a hundir.
Es mas, cuando el uso del blanco electrodoméstico empezó a popularizarse, recuerdo que había no pocos prejuicios, tales como «No bebais agua de la nevera que da anginas», o «No saben igual los filetes de la fresquera que los de la nevera».
¿Qué era la fresquera?
Pues un invento genial, consistente en un ventanuco que daba a la zona mas sombreada del patio, cerrado por una fina tela metálica para impedir el paso a las moscas y otros insectos, y donde el paso continuo de aire fresco mantenía los alimentos en buen estado durante un tiempo prudencial.
Cuando llegaba el verano y apetecían bebidas mas frías, se recurría a la nevera de hielo, un receptáculo mas o menos grande, construido en madera, con un aislamiento de corcho, y revestido interiormente con chapas de zinc soldadas entre sí para ser estanco.
Allí se echaba hielo en barras, previamente picado y que se compraba en alguna de las muchas fábricas que existían en las ciudades y grandes pueblos. Y les voy a decir algo que parece absurdo, una cerveza, a ser posible de botella mejor que de bote, enfriada en hielo picado, sabe mucho mejor que si se ha mantenido en refrigerador.
Luego había muchos refrescos que se hacían con unos artilugios llamados heladeras y que funcionaban con sal: la horchata, el agua de cebada, el granizado de limón, etcétera, y había quioscos callejeros que tenían fama de ofrecer su punto justo de azúcar, o hasta de selección de las materias primas.
Otra forma de refrescar era el agua corriente, y es hoy, con todos los adelantos tecnológicos del hombre que ha conquistado la Luna y casi Marte, en que para muchos, yo uno de ellos, una sidra así acondicionada no se puede comparar con la misma metida en nevera.
Y no digamos ya de los quesos, embutidos, patés, ensaladas o cualquier otro alimento, que en tantos y tantos chigres, te los plantan en la mesa recién sacados de la cámara, cuando al menos deberían haberse atemperado durante veinte minutos o media hora.
La tecnología avanza, y eso es bueno para el hombre, incluso para los gastrónomos, pero hay que saber dosificarla y hasta recordar de vez en cuando viejos trucos, que antaño tampoco se vivía tan mal.
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