España cena mal
Había un refrán que rezaba algo así como: «De grandes cenas están las sepulturas llenas», sentencia que durante la posguerra se complementaba con otro estribillo que satíricamente apostillaba: «Pero mas llenas lo estarán por no cenar».
Hoy España ya cena todos los días, pero cena mal. Fatal incluso.
Los celtíberos estábamos acostumbrados a trasnochar, a vivir la noche y a ciscarnos en el trabajo y en los madrugones, pero la sociedad cambia y, muy lamentablemente, el que mas y el que menos, tiene que levantarse a las siete para ganarse el jornal (de un tiempo a esta parte y por motivos ajenos a la gastronomía, estoy sufriendo esta experiencia diaria, que, al principio tenía su gracia, pero que ya empieza a resultame desagradabilísima y hasta de lo mas grosera. No sé yo lo que duraré).
La irrupción del madrugón anglosajón en nuestra cultura latina, hedonista y epicurea por naturaleza, es una calamidad, un fracaso capitalista que está poniendo en peligro siglos y siglos de evolución social, pero que, o mucho me equivoco, o va a seguir colonizándonos.
Así pues conviene seguir el consejo de Darwin y adaptarnos al medio, ya que de lo contrario pereceremos y de aquí a pocas generaciones, nuestras bulliciosas y alegres terrazas y calles, se verán pobladas por taciturnos y melancólicos miserables, para quienes la calzada es solo un mero transito, un vehículo, entre la cama y el trabajo.
La cena española está desfasada por dos razones fundamentales: la hora y el contenido.
En primer lugar vamos a analizar la hora porque no hay espectaculo que mas fascine a quienes nos visitan que nuestros horarios de comidas.
Unos amigos gringos que tuvieron su velero atracado en Gijón hace algunos veranos, alucinaban como entre semana las calles hervían de gente hasta el amanecer. «Pero ¿cuando duermen?, me preguntaban aterrados, porque a las siete y media van al trabajo y a las ocho ya se les ve en bancos y oficinas».
Pues así es y claro, es que quién cene a las once o las doce, como no ande de juerga hasta las cuatro o las cinco, entre ardores y pesadillas, no pega ojo hasta el día siguiente.
Luego está el contenido porque desayunar se hace liviano, incluso hay quién se despacha con cafelito bebido. Comer ya no es lo que era, porque después de una fabada, no hay quién negocie un convenio colectivo y claro, cuando se acaba la jornada laboral y te pones guapo para salir con la señora del brazo a compadrear un rato, pues es cuando le entras por lo duro al colesterol.
La confirmación de esta teoría se puede ver a través del éxito de las sidrerías y el declive de los comedors serios.
Hasta el mas necio sabe que comer en un inmundo chigre cuesta tanto o mas que en el mas lujoso comedor de la ciudad. ¿Acaso somos tan imbeciles que preferimos pagar lo mismo por cenar a codazos unos chipirones congelados apestando a aceite rancio, que un tartar de lubina servido con mantel de hilo?
Obviamente no, lo que pasa es que vivimos el conflicto social de la cena española y, como quién no quiere la cosa, pues un día sí y otro también, nos dejamos arrastrar por ese dislocado horario carpetovetónico.
Lo propio es cenar una ensaladita, si hay hambre, un poco de queso, una fruta, si acaso un yogur, pero nada de fritangas y por supuestos menos aún embutidos ni carnonas. ¡Por Dios!
Eso sí, qué tristeza, la vida esa será muy sana, pero solo de pensarlo, me entra una depre...
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