Comidas en familia
Octubre es un mes muy apropiado para celebrar comidas familiares, quizás porque tenga muchos santos: pacos, teresas, charos, pilis y hasta San Froilan, un señor desconocido fuera de las fronteras astures (cuando fuera obispo, en tiempos de Alfonso III El Magno, Asturias, León y Galicia eran un solo reino) hasta que le pusieran este nombre al nietín del Rey.
También puede ser debido a que es la época de la abundancia, los días de las cosechas, de la vendimia, la ancestral fiesta de las tabernarias que los pueblos mediterraneos celebrarón en la primera luna después del equinoccio de otoño.
Pero hoy las fiestas ya no son lo que eran.
El consumismo y la voracidad capitalista han minimizado de contenido estos acontecimientos que antaño servían a guisa de conclave familiar para dirimir conflictos y planificar estrategias futuras.
Hoy se dice: «¡Atiza! Pero si pasado mañana es el santo de mamá (se supone que la señora en cuestión se llama Rosario, claro) y no habíamos previsto nada. Bueno la llevaremos a Quintes a comer unas andaricas de esas que tanto le gustan y así a las seis ya estamos libres para ir al Pryca».
Mucho mas siniestro es lo de los pobres críos quienes, victimas inocentes de la barbarie multinacional, piden a gritos celebrar su honomástica en el Burguer de la esquina porque ponen globos y regalan huevos Kinder, y claro la madre que ve como con cuatro duros se quita el muerto de tener que hacer sandwichwes y limpiar de confetis la alfombra, pues adelante.
Si alguna vez mis padres me hubiesen preparado un San José el un lugar tan tétrico, en un comedero tan de fortuna, creo que no solo hubiese renegado de mi linaje, si no incluso hasta renunciado al honor de llamarme Pepe.
Antes la fiesta empezaba con varios días de antelación, las muchachas andaban frenéticas planchando manteles guardados durante meses en arcas de madera de alcanfor y el ama se ponía mala solo de pensar el barullo que se avecinaba para el día 19.
No era extraño recibir mas coscorrones de lo habitual la mañana de actos, pero había tanta adrenalida en la sangre que apenas ni se notaban.
Cuando llegaba la gran hora del banquete a los nenes nos mandaban a comer en otra mesa, aunque fuesemos los homenajeados y la verdad es que solíamos aburrirnos como lapas, por eso siempre pensábamos: «Cuando sea mayor me lo voy a pasar como los indios y la pechuga me la voy a zampar yo solito».
Y ya ven, ahora que somos mayores, los tiempos han cambiado tanto que ya ni podemos dar cachetes a esos niños repelentes que hablan por un movil y hacen ruidos satánicos con una maquinita de marcianos.
La función de los padres hoy día no va mas allá de pagar el facturón de una marisquería, donde, en un ruidoso comedor compartido por otras familias que no conocen de nada, se han pasado los hijos y nueras un par de horas a regañadientes pensando lo bien que estarían haciendo footing por las calles de la urbanización o navegando por Internet.
No habrá capítulo familiar ni se harán planes para la próxima gran fiesta que será Navidad, porque vamos, el santo de Saturnino que lo celebre su padre, y si no que lo hubiese puesto Pepe como todo el mundo, y la ocasión pasará sin pena ni gloria, sin dejar otra huella que alguna diarrea por culpa de las almejas a la marinera que no estaban del todo católicas.
Estas cosas no pasan ni en Chicago, pero aquí ¡es que nos hemos vuelto de un moderno!
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