Antroxu 98
Decía el gran Curnonsky (en realidad fue Jean Anthelme Brillat-Savarin en 1825), y sino lo decía él lo digo yo, «Dime qué comes y te diré quien eres», bien, pues si desarrollamos tal afirmación como si fuese la teoría de Murphy, bien podríamos llegar a afirmar: «Dime lo que come un pueblo, y te diré exactamente por el momento social que está pasando».
Hace unos días tuve la oportunidad de estudiar la comida chilena, y lo primero que te advierten los buenos gastrónomos santiaguinos es como sus «Fuentes de soda» (bares populares), donde hasta hace poco se podían tranquilamente degustar ricas «picadas» (tapas) mientras se conversaba con el compadre, están siendo devorados por los Mc Donnalds y los Pizza Hut, el fast-food gringo, donde el trámite de la comida se liquida en apenas cinco minutos, para volver al tajo con la comida sin haber pasado el esofágo.
¡Vaya un progreso!
Ya estaba deseando salir de aquel esquizofrénico país, cuando un amigo me propuso ir a los Andes, y camino del Cajón del Maipo, paramos a comer en un chiringuito de San José.
De golpe todo cambió.
Allí estaba el verdadero Chile, solemne, dulce, majestuoso, hospitalario, mágico.
¿Donde estuvo el hechizo?
Pues sencillamente a la sombra de una higuera, atendidos por una sonriente mapuche, si es que aún existen, y disfrutando de sus honestos granados de porotos, paltas, humitas, sopaipillas y pebres.
Ahí había energía, esa comida tenía humanidad.
Más o menos rica, apenas un mantel de hule y unas sillas metálicas, sin más lujos que una latita de aceite para aliñar el aguacate, pero llena de vida, de historia, de encanto.
«Contadme más cosas del Camino de Santiago, me decía mi amiga Flor, España tiene que ser tan mágica, con una historia en cada piedra, con una leyenda en cada rincón».
Y sí, así es, o al menos así debería ser.
La costumbre de comer frixuelos y el nombre de Antroxu, ya nos viene de los romanos, que llamaban a estas fiestas introitus, introducción a la Cuaresma, y hacían obleas dulces como representación homeomorfica del sol, divinidad a quién se consagraban estos días.
Luego llegaron los bárbaros, con su culto al cerdo, y con desmanes gastronómicos como el sancionado por el arzobispo de Cracovia, quien tuvo que amonestar a un barón prusiano por comerse un niño polaco con puré de manzanas.
Como es habitual la Iglesia quiso cargarse el caracter pagano del Carnaval, y el Papa Gelasio intentó implantar la fiesta de la Candelaria, afortunadamente sin éxito.
Pero siempre, porque el hombre siempre ha tenido hambre, el Carnaval ha sido una gran fiesta gastronómica.
Los cerdos recién colgados tentaban a meterles mano, y la inminente Cuaresma, con sus vigilias, abstinencias y desbordante hipocresía, invitaban a pasarlo en grande no fuera a ser que con tanto golpe de pecho y santa flagelación, alguien se fuese al otro barrio sin probar los chorizos de esa temporada.
Hoy ya no nos queda ni la hipocresía.
Solo aguantan los menús artificiales que cada chigrero se inventa para pasar el mes sin tantas penurias, sin saber tan siquiera porqué hay que hacer frixuelos, o porqué en Asturias a las torrijas se les llama picatostes.
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