Sonidos de la comida
Recuerdo que mi querido amigo y colega, Rafael Ruiz Isla, una de las personas que mas sabe de vinos de España, siendo profesor mío de análisis sensorial en la Escuela Politécnica de Agricultura de la Complutense, siempre nos recordaba que un buen profesional debía hasta escuchar el vino:”Para catar bien hay que usar los cinco sentidos, hasta el oido, porque escuchar caer un buen vino es una delicia, mientras que uno defectuoso ya en el sonido nos indica que carece de alegría”.
El hombre ha centrado tanto su concentración sensorial en la vista que casi ha perdido o atrofiado el resto de sus sentidos y en el caso que nos ocupa, entre la contaminación acústica de las ciudades y los decibelios que se meten por gusto los jóvenes con la música en bares, discotecas o hasta en el coche, en un par de generaciones serán ya todos medio sordos.
En muchos, por no decir todos, los cursos de cata que imparto, los alumnos se sorprenden al comprobar como en apenas un par de días son capaces de percibir aromas que al principio les parecía casi arte de magia, incluso muchas veces, simple pantomima o falsedad de los que nos dedicamos a este oficio (de hecho estamos haciendo cursos de recuperación sensorial para programas de P.N.L.).
Pero hay otro sentido que se supone no pinta nada en la gastronomía, el oido, y esa idea es completamente erronea.
Disfrutar plenamente de un banquete implica poner en él los cinco sentidos, hasta el oido, porque hay sonidos que, sin ser conscientes de ellos, ya producen en el receptor una determinada predisposición al placer, o al rechazo.
Por ejemplo el crepitar de unas angulas al pil-pil, nos indica que el cocinero ha tenido buena mano para saber hacerlas llegar a la mesa en el momento justo, sin que se hayan recocido en el calor del barro y con toda la virulencia del aceite humeante.
El crujir de la piel de un buen cochinillo asado, el famoso tostón, o de un pan recién sacado del horno da fé de la pericia del asador que controla su horno como todo buen alquimista su atanor.
Por el contrario el «¡Plaff!» de un arroz hecho argamasa nos lleva inconscientemente a esas películas de penurias carcelarias o a los documentales de hambrunas africanas, en las que los desgraciados protagonistas deben vencer la repugnancia que les provoca tal bazofia so pena de muerte por inanición.
Pero donde la comida realmente suena es dentro de la boca, y no me refiero ya a los estrepitosos sorbetones de algunos maleducados bebedores de sopa, o de café con cucharilla, si no de los que nos llegan de dentro de nuestro propio habitaculo bucal durante la masticación.
En muchas criticas o descripciones de platos habrán leido ustedes aquello de «le faltaba algún elemento crujiente» y es que el efecto de escuchar al romperse la comida en la boca produce tal satisfación que no pocos expertos en comunicación están proyectando spots publicitarios basados en este efecto (patatas chips, snacs, galletas, etcétera).
Si a un par de láminas de chocolate le ponemos entre medias una galleta craquer (los ya famosos Kit Kat y otros similares), aunque esta no aporte ningún sabor, la sención cujiente hará de este producto un éxito de ventas.
Una simple lechuga debe sentirse tersa y fragil, si no escuchamos su sonido de fractura, sabremos que está pasada o aliñada con demasiada antelación.
Vaya muermo que he escrito. Ha debido ser un flato mental (no sonoro) una reación primaveral, pero les prometo que no volverá a repetirse.
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