Cena del Solsticio
Desde que el hombre es hombre, es decir desde que piensa y razona a diferencia del resto de los animales, su intelecto confirió un caracter mágico a los cambios estacionales, y así, los solsticios, ese singular día en que los días empiezan crecer, o menguar según sea invierno o verano, fueron objeto de grandes fiestas que con el paso de los siglos fueron sacralizándose según las costumbres religiosas que se iban desarrollando en cada cultura.
Cultos de adoración solar, sacrificio de animales para que volviese la luz, oraciones para que el nuevo ciclo se desarrollase con bonanzas, invocaciones a ídolos o santos pidiendo parabienes, hasta rituales exorcistas, como los de la noche de San Silvestre, pero siempre al final, un gran banquete porque es alrededor de una buena donde se reune el nucleo social más próximo, la familia.
Este viene a ser a groso modo, el espíritu navideño, más o menos teñido de cognotaciones religiosas, o por el contrario de adoraciones paganas al becerro de oro del consumismo.
¿Hay que celebrar este acontecimiento por todo lo alto, tirando la casa por la ventana en una pantagruélica cena?
Bueno, si así es el gusto de la familia, porqué no darse un homenaje, pero, evidentemente, tampoco ha de ser por imperativo legal.
Hoy la estructura familiar ha cambiado por completo, y como la mujer está integrada en el contexto sociolaboral, pues este día reivindica su sagrado derecho de disfrutar de esa cena de asueto.
¿Es justo que la matrona se pase el día cocinando para llegada la noche el resto de los integrantes del grupo se pongan las botas?
Obviamente no, porque la Nochebuena ha de serlo para todos, y así, cuando las cocinas eran el centro de reunión de la casa, con un llar que la templaba dulcemente, y alrededor de una gran mesa se reunían durante todo el día la media docena de mujeres que integraban la familia para desplumar pollos, pelar castañas, o rellenar pescados, el propio acto de preparar la cena era toda un ejercicio de fraternidad y hasta de alborozo, donde por supuesto no faltaban risas, buenos entremeses, algunos calditos, y dicho sea de paso, más de una copita de vino y anís de guindas.
Cuando llegaba la cena en sí, las cocineras ya habían celebrado su día de fiesta, y con mucha más alegría que el resto de los comensales, por lo que ese último acto era más contemplativo que de participación.
Pero hoy las cocinas apenas permiten esas tertulias, y la vida moderna menos, así que pretender que mamá se pase el día entero encerrada entre los pucheros, más sola que la una, quizás hasta echando algún lagrimón recordando algún ser querido ausente, tiene muy poco de espíritu navideño, y a la cena le pueden dar bastante por saco, porque lo más importante es disfrutar de la compañía de todos.
¿Quien tiene que esperar a la Navidad para comer dulces, jamón, mariscos o pollo?
Si precísamente en esa mesa familiar seguro que la mitad están a regimen: la niña porque le está creciendo mucho el culo, el abuelo por la tensión, papá por el susto que le dió el infarto, mamá por el colesterol, y el imbecil del cuñado porque acaba de leerse la dieta de Montiñac y nos va a dar la paliza toda la noche con lo de la insulina, el pancreas y los azucares.
Ya se acabaron las hambrunas de la España imperial, ya no danzan en nuestra mente los pollos y los jamones de Carpanta, hoy la gota y colesterol son la espada de Damocles, y solo la fraternidad mantiene el espiritu navideño.