Tecnología culinaria
Antes de entrar en materia quiero hacer un par de puntualizaciones: Ferrán Adriá y Julio Soler son dos magníficos profesionales que han revolucionado el mundo de la gastronomía en España, han conseguido el máximo galardón mundial en su campo (tres estrellas en Michelín), y han proyectado una nueva imagen de nuestro país por los cinco continentes, y esto, nos guste o no su cocina, merece el absoluto reconocimiento de todos aquellos que, no solo estamos en este mundillo, si no que tengamos dos dedos de frente.
Una hazaña similar, en Francia se vería premiada con la medalla de Caballero de la Legión de Honor, en España ni le asfaltan la carretera, un camino tercermundista por el que a diario transitan jefes de estado y embajadores de medio mundo (para que vean que no solo en Asturias hacemos estas marranadas).*
Pero vamos con el tema.
El menú se compuso de veintiocho platos, postre incluido, y curiosamente a cada comensal le gustó puntualmente un plato diferente, lo cual es muy curioso, porque teniendo en cuenta que todos eramos de alguna manera profesionales de la degustación, esta disparidad de criterios ponía en evidencia que algo importante había pasado por la mesa.
A mí me encantó un plato de polenta helada sobre suero de Parmigianno, y otro dificilísimo de ejecutar, de tallarines de gelatina de tartuffi (trufa blanca del Piemonte) a la carbonara.
Evidentemente hacer unos tallarines con gelatina, y que estos no se peguen y lleguen a la mesa sueltos como angulas, es algo casi mágico, pero, según mi modesto entender, lo mas importante es que cuando los probemos estén buenos (estos eran algo escalofriante el perfume que tenían), porque desarrollar una técnica casi espacial para hacer unas croquetas de aire, a mí me parece una chorrada.
¿De qué sirve inventar una nueva forma de cocinar si el resultado en el plato es una porquería?
¿Se justifica la creatividad per se, anteponiendo esta a los placeres organolépticos?
Evidentemente sobre esto hay criterios, y del mismo modo que hay personas que nunca colgarían un Picasso en la pared de su salón (precios aparte), también hay quién antepone en la mesa el placer hedonista de los sentidos, al intelectual, pero cuando las cosas se hacen bien, todas las opiniones deben ser respetadas.
Desgraciadamente en El Bulli no todo estaba así, y hubo un plato de salmonetes con tripas de bacalao, que, criterios aparte, era una porquería porque los filetes estaba pasados de cocción, y casi con seguridad, habían sido sacados varios días antes y congelados.
Esto ya no es cuestión de criterio, si no intrínsecamente de calidad, y cuando se accede a las tres estrellas, esto, por principio, no se puede hacer JAMÁS.
O una crema de guisantesa la menta, cuya única gracia consistía en que en la copa, la mitad superior estaba caliente, y la inferior fría, y francamente, para mi gusto, donde estén los perfumes de unos buenos arbeyinos de Cardes recién cogidos, que se dejen de pamplinas.
Sin embargo hubo a quién le pareció genial, y como su criterio es tan válido como el mío, pues así lo reseño.
Mi visión del tema es que cuando la tecnología da como fruto un Rissotto con llampares como el del Cabroncín, grito que sí, cuando solo pretende luchar por la originalidad, aún a costa de sacrificar sabores, digo no.
* Este artículo fue publicado en 1999, antes de que los americanos le convirtiesen en el mejor cocinero del mundo para castigar a los franceses por su postura en la guerra contra Irak.
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