Trufas, el diamante negro
Ya saben ustedes de sobra que estoy en contra de los tópicos y de los estereotipos gastronómicos porque a estas alturas de la vida en que las angulas de Aguinaga se fabrican con surimi japonés en una fábrica de Leganés, las ostras de Arcade vienen de un criadero turco y los quesos de tetilla se preparan con leche en polvo francesa, pues poco se pueden reverenciar nuestras santas tradicione.
Pero lo cortés no quita lo valiente y eclecticismo no implica iconoclastia, del mismo modo que el antimachismo no conlleva al feminismo, ni el antifascismo al comunismo, pero como en este país hay que ser maniqueo por narices, como decía Franco, o “conmigo o contra mí”, pues así los progresistas culinarios que basan su razón en la estupidez que supone pagar diez mil duros el kilo de angulas, tienen que mantener su postura despotricando contra el hígado de oca, el Château d’Yquem, el caviar Beluga o las trufas del Perigord. Bueno, pues peor para ellos.
Decía el genial Julio Camba que “Tomarse una buena trufa equivale a un acto religioso, porque nos da un nuevo sentido del mundo y de la vida” y es que pocas cosas hay en este mundo que puedan llegar a ser tan fascinantes como el perfume de una trufa fresca.
Por Nochebuena, un buen amigo me regaló una cajita con media docena de trufas recién cogidas, y les aseguro que toda mi familia le estará agradecido durante muchos años y recordarán estas navidades como “aquellas en que tu amigo nos regaló aquella maravilla”.
Cuando entré en su coche, casi me caigo de espaldas del aroma que allí reinaba. Una misteriosa mezcla entre tierra profunda, raices de roble, y diamante negro, que decía Savarín. Incluso un cierto recuerdo a mar embravecido, a oricio recién sacado de su cueva, a relámpago de temporal, porque si la trufa era el fruto hermético por excelencia de los druidas, Teofrasto, el discipulo preferido de Aristóteles, afirmaba científicamente: “que nacen con las lluvias de otoño y de los relámpagos secos, sobre todo por esta última causa. En realidad es un golpe de luz el principal motivo."
No pertenecen al mundo vegetal y menos al de los humanos. Nunca ven la luz del sol salvo que algún cerdo o perro bien adiestrados, den con su escondite entre las profundas raíces de algún roble sagrado.
Su macabra morfología nos induce a pensar en un escatológico origen, en una metempsicosis diabólica por la cual la Sagrada Madre Tierra, mediante presiones infernales convirtió los genitales de algún sanguinario tirano en sublime manjar de pacificos gastrónomos.
Les parecerá una exageración, una alucinación de maniaco micológico, pero durante una semana me estuve paseando por Gijón con una trufa en el bolsillo, envuelta en palel celofán, y cada vez que me encontraba con alguien y se la daba a oler, todos me contestaban: “Me estaba preguntando que colonia tan rica llevabas, y resulta que era la trufa”.
Aun me queda una, y cada vez que abro la nevera exhalo un suspiro de felicidad al comprobar que todavía tendré oportunidad de darme un inolvidable festín, aunque solo sea con un par de huevos, unas humildes patatas asadas, o unos espaghettis.
Los puristas exigen comerlas envueltas en una loncha de tocino, dentro de una papillote y asadas entre rescoldos. Robuchon afirma que una punta de ajo levanta aun más sus aromas terreos y así su mundialmente famosa Galleta de trufas al tocino ahumado, en la que hasta la sal debe ser Flor de Guerande, lleva un rotundo aroma de ajos impregnando el papel de estraza donde se han de asar.
No puedo contarles mas experiencias, pero si advertirles que esto solo es valido para la Tuber Melanosporum, el resto de las trufas solo coinciden en el nombre, en lo demás solo son vulgares patatas negras, criadillas de tierra, salvo que se trate de una trufa de Alba, los famosos tartuffi, como el de la foto, pero eso ya son palabras mayores. Pueden ver más sobre estas trufas en Spaghetti con crema de trufas, y en Carpaccio con tartuffi de Alba.
Pueden ver un montón de recetas elaboradas con setas pinchando en Cocina de setas
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