Del equinoccio al solsticio, empezando por la Semana Santa
La primavera empieza el día del primer equinoccio, es decir la fecha en que el día es igual de largo que la noche en cualquier punto del planeta, sin embargo para los españoles, ciudadanos europeos que a pesar de no ir a misa seguimos regidos por el calendario romano, santificando sus fiestas haciendo puentes entre pilares insostenibles como la Inmaculada y la Constitución, la primavera empieza en Semana Santa, caiga cuando caiga. Bueno, es una forma de ser como otra cualquiera. Además tiene su gracia.
Las largas vigilias de Cuaresma ya no las cumplen ni los obispos, pero la Semana Santa la marca la Santa Madre Iglesia, a pesar de ser un mero descanso laboral que tan solo los desdichados que no podemos salir de vacaciones recordamos que tiene un contenido religioso al ver las insoportables reposiciones de Los Diez mandamientos y el Ben Hur de Charlton Heston en la tele.
Y las procesiones claro, porque yo pensé que al llegar la democracia y terminar la dominación clerical en el gobierno con el mandato socialista, las interminables retransmisiones de los pasos sevillanos, amenizadas por las consecuentes saetas cantadas desde un balcón del barrio de Los Remedios, serían substituidas por obras maestras del cine moderno con que gratificar a los sufridos contribuyentes que no querían jugarse la vida en las criminales carreteras nacionales; pero sí, sí y un huevo.
Así pues y aunque ya no respetemos ayunos ni vigilias, ni tengamos que acompañar a nuestra madre a misa, cubierta ella respetuosamente con el velo negro en señal de luto por la muerte de Jesús, la Semana Santa sigue marcándonos la diferencia entre el invierno y la primavera, porque hasta que lleguen las grandes vacaciones de verano, seguiremos en esta estación del año.
Afortunadamente la naturaleza no entiende calendarios gregorianos, romanos o aztecas, estos últimos bastante más respetuosos con los ciclos solares que los occidentales, y con el alargamiento de los días las plantas reciben la señal para empezar a crecer. El deshielo hace correr las fuentes y con ellas brotan también los picantes berros. Los prados, aquellos que no han sido infestados del repugnante y maloliente "purín", se cubren de florecillas que en muchos casos sirven para adornar platos o hasta para preparar deliciosas ensaladas. Los ríos, aquellos que no han sido demasiado contaminados de insecticidas o abonos nitrogenados, ofrecen brillantes príncipes que relucen en la hierba hasta llegar a la humeante sartén. Los corderos están en sazón y los terneros lucen sus mejores carnes. Las huertas mantienen las hortalizas de invierno mientras apuntan las primeras especies de verano. Y nosotros, los cocineros que hacemos cocina de mercado, también florecemos y nos olvidamos de los recios guisos invernales para desmadrarnos en una dislocada orgía de colores, formas y perfumes que ya no debe terminar hasta el siguiente otoño, y ni eso que puñetas.
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