Tartar de caballa a la española
Tartar de caballa a la española
Abril 2014
INGREDIENTES
2 Caballas grandes (1,5kg)
1 Tomate raf
1 Rama de apio verde
1 Cebolla morada
1 Puerro
Aceite de oliva virgen extra, vinagre añejo de Jerez salsa de soja, mostaza wasabi.
Ensaladilla de champiñón
Vaya por delante que soy un activista del español limpio (no digo académico porque la RAE hace ya cada cochinada que bien podrían cerrar el chiringuito) y me saca de quicio ver barbarismos absurdos como los de fuá, chef, o metre, pero es que hay preparaciones que tienen carácter propio, como el suflé, que no es un simple merengue, o el entrecot, que es un corte muy determinado del lomo bajo de los vacunos y que han tomado carta de españolidad indiscutible.
Algo así sucede con algunos nuevos platos foráneos, como el gulash, que no es un estofado vulgar (como lo hacen pasar en algunos comederos de rancho), o, como en el caso que ahora nos concierne, el tartar.
El origen de este barbarismo nos viene de la Europa fría, concretamente de Ucrania. En el siglo XVII, el ingeniero y cartógrafo Guillaume Levasseur Beauplan, tras servir durante muchos años al el rey de Polonia Segismundo III Vasa, escribió un librito llamado Description de l'Ukranie, publicado en 1651, donde narra cómo los cosacos de Zaporozhia, llamados genéricamente tártaros, salaban y metían filetes de carne bajo su silla de montar hasta que esta se ablandaba tanto que quedaba hecha un amasijo.
En 1875, Julio Verne volvió a contar la historia en su novela Miguel Strogoff, y desde entonces se convirtió en un plato súper sofisticado para la afectada sociedad parisina, hambrienta de todo lo exótico y rebuscado.
En Japón, cuando sirven los grandes platos de Sashimi, suelen hacer un picadillo con los trozos menos nobles, pero igualmente ricos, que aliñan con salsa de soja y wasabi, en lo que podría ser una especie de tartar de pescados que no tengo ni idea de como se llama, pero que un día tuve la ocurrencia de llamarlo Aji no sugata-Zukuri, que es otro plato que no se parece en nada salvo porque el pescado va troceado y crudo. Hoy día mi trola aparece por todo Internet como procedente de documentación contrastada (no hablan de mí, claro).
Dicho esto y como más o menos podemos convenir que esto del tartar es un cuento que cada cual moldea a su gusto, pues yo he preparado este, que bautizo como “a la española”, y que tiene unos sabores muy mediterráneos, o sea, un tartar de lo más ortodoxo.
Mi intención era unir los profundos y sofisticados sabores japoneses del sashimi, con el frescor desenfadado del tomate y el aceite de oliva, porque las caballas o xardas como las llamamos en Asturias, son un sabor muy español, incluso mediterráneo, aunque en el Cantábrico se coman más.
La receta
La idea era hacer una Pipirrana ortodoxa, porque el sabor vegetal del pepino aporta una frescura incomparable, pero en Asturias no es fácil encontrar esta deliciosa cucurbitácea que tantas pasiones y desprecios recibe según los gustos. El caso es que, a mal tiempo buena cara, así que cambié el pepino por apio verde y resultó muy rico, quizá más elegante.
Pedimos al pescadero que nos limpie las caballas y nos saque los lomos (de las caballas, se entiende). En casa cortamos cada filete a lo largo por una línea de espinas que va de cabeza a cola y que se ve bien. De esta forma obtendremos dos lomos superiores limpios de espinas y dos inferiores que deberemos preparar prescindiendo de la ventrisca. Hay que quitar una piel exterior transparente y muy dura, procurando no estropear el epitelio que contiene esos colores tan característicos de la especie.
Troceamos toda esta carne, procurando elegir los tacos más bonitos para montar la presentación. A mí me gustan los trozos grandes, del tamaño de una judía, para poder masticarla y sentir el tacto del pescado, pero se puede picar en fino, según gustos. Lo que no se debe hacer nunca es pasarlos por la picadora, porque quedan como pasta, aunque hay a quién le gusta.
Ahora viene el toque misterioso: rociamos toda la carne con aceite de oliva virgen extra y removemos bien. ¿Para qué? Pues porque al barnizarla con el aceite, los ácidos del tomate y el vinagre no la atacarán y no pondrán la carne blanca como si fuese un cebiche.
Cortamos la parte intermedia del puerro (entre blanco y verde) en arandelas muy finas, tanto como podamos. Esto es lo que en la cocina japonesa se llama Yakumi, que quiere decir algo así como ingrediente aromatizante, porque destaca increíblemente el sabor del pescado en el tartar.
En un pequeño bol mezclamos la salsa de soja con la mostaza wasabi y con este potingue aliñamos el picadillo de caballa. Reservamos en la nevera cubierto de papel film.
Mientras, hacemos la ensaladita de tomate, cebolla y apio. Cortamos el tomate en daditos pequeños, la cebolla en pluma, y el apio en arandelas finas. Aliñamos con aceite, sal y un chorrito de vinagre añejo de Jerez.
Por otro lado preparamos la guarnición de Ensaladilla de champiñón que no voy a describir aquí porque es un tanto larga y me parece absurdo repetir todo el rollo estando a tiro de click en esta página (por si no lo han cogido, haciendo click en Ensaladilla de champiñón ¡Qué barbaridad!).
Montaje
Hago una pequeña separata porque mi montaje fue tan deplorable que casi les pediría que no hiciese caso de lo que ven en la foto. Habíamos hecho un aperitivo un tanto pasado de vueltas, con bígaros, percebes y nécoras, más el correspondiente vino, y cuando me puse a hacer las filigranas mi cerebro apenas disponía ya de riego.
Mi idea original era mezclar la pipirrana con el tartar y así hacer ese tartar de perfil japo-andaluz que iniciara en España el popular Chicote en NO-DO. Luego pensaba hacer unos rollitos con la ensaladilla envuelta en alga Nori, pero consciente de mis limitaciones lo dejé de lado.
Al final puse tres bloques de cualquier manera en el plato y, bueno, la verdad es que estaba tan rico que mi chica me perdonó la negligencia.
Un vino para cada plato
Aquí hay muchos sabores difíciles de combinar, como en casi toda la cocina oriental, de modo que el punto de partida ha de ser sin duda un vino blanco fresco, afrutado y con buena estructura de acidez para lavar la boca del dulzor de la mahonesa. Escogimos un Monte Blanco porque es el vino que pedimos siempre con la cocina Nikkei de Mario Cépedes en su restaurante Ronda 14, y claro, funcionó de maravilla porque la comida se parecía mucho. Me quedé con las ganas de probarlo con un tinto, pero me lo había chupado con los percebes, así que en el pecado estuvo la penitencia.