Sopitas de enfermo
Publicado en la revista planetAVino Nº 49, Junio/Julio 2013
Sí, estoy malito. Delicado, que se decía antiguamente. Más exactamente convaleciente de una intervención quirúrgica mediante la cual me han cosido la garganta al culo, técnicamente hablando, un bypass gastroileal, así que solo puedo tomar calditos de enfermo, y el vino, ni mirarlo, así que, con la venia del tirano, este número la Cocina al vino se queda sin vino (aunque si no están ustedes recién remendados, un chorrito de manzanilla en estos caldos hace maravillas).
Por razones distintas (aquello fue una diverticulitis), hace unos años publiqué un articulo titulado “Caldito de enfermos” en el que pedía la cabeza del director del hospital y hoguera para aquel ranchero malaje que, después de cinco días de dieta absoluta, me sirvió una taza de agua sucia que ni en las más miserables condiciones aceptaría beber. ¿Es acaso una penitencia tener que alimentarse de calditos? Pues no, tajantemente no, lo que pasa es que nuestra buena y vieja cocina familiar, en la que cada comida debía iniciarse o terminar con una sopa, hace años que se prostituyó con la llegada de esas pócimas llamadas sopicaldos, y claro, si a un paisano como una torre le das un aguachirle de Avecrem, pues la cosa ha de acabar mal.
Yo redescubrí la sopas en un restaurante japonés, allá por los años setenta. Servían un plato combinado llamado Bento Ume que llevaba un caldito de chirlas que me pareció sublime, el colmo de la elegancia y sutileza. Luego seguí probando su amplio repertorio y comprendí que había otra dimensión, y eso que en el restaurante de mis padres las sopas y cremas eran naturales.
Desde entonces reivindico la bondad de esta forma de cocinar, quizá la más antigua inventada por el hombre después de achicharrar despojos animales en una hoguera.
Se podría dar una vuelta al mundo a través de las sopas de los diferentes países y descubriríamos la idiosincrasia de sus respectivas cocinas.
En esta intervención vamos a hablar de las sopas claras, porque habría que hacer toda una clasificación por densidades, temperaturas, productos básicos, etc. Una minestrone, una sopa castellana con jamón y huevo, una Soupe a l’oignon o un Buta-Jiru, son comidas contundentes, algo que bien se puede consumir como plato único y no nos llevará el viento. Por el contrario, una tacita de consomé en Lhardy a las once de la mañana, resulta de lo más fino y elegante, aunque también reconfortante.
Caldos, consomés o suimono.
Este es estado más radical, lo que los galenos denominan “Dieta líquida”, según mi cirujano “Todo aquello que pasa por un colador, sin forzarlo, sin tropezones, sin nada más que el líquido”.
Suimonos o caldo de chirlas
En el caso de este consomé japonés (suimono quiere decir bebida traslucida) debe haber tres elementos:
- Una base de sabor (casi siempre pescado o marisco)
- Un comestible (tofu, pollo, marisco, etc...)
- Un potenciador de sabores que se denomina Yakumi (puerro crudo, piel de limón, rábano, jengibre fresco, escamas de mojama, Sishimi Togarashi, alga Nori, Wasabi, sésamo recién tostado, etc.
Si estamos en esta crueldad llamada “Dieta líquida”, obviamente debemos prescindir de consumir todo tropiezo, sobre todo las cáscaras de las almejas que dificultan mucho la digestión.
Esto es una golosina, porque no tiene alimento ni para bostezar, pero está riquísimo.
En un litro de agua pondremos una docena de chirlas previamente lavadas, unas virutas de puerro (de la zona verde) y unas tiritas de corteza de limón. Llevamos a fuego y hay estar atentos porque no debe hervir. Hay que mirar y, en un momento dado, las chirlas se abrirán, ese el punto de apagar el fuego, ya está listo. Si hay que recalentar, debe hacerse con el mismo cuidado porque si hierve, echamos todo a perder.
Caldo de recién parida
No sé si este nombre ofenderá a las feministas, pero así se denominó este consomé durante siglos, aunque hoy esté arrinconado y solo se cite en recetarios sudamericanos, sobre todo dominicanos (ignoro el motivo). Hay millones de ellos, pero el objetivo de todos es aportar energías con el menor esfuerzo posible por parte de la comensal. En algunas partes lo llenan de cosas, hasta arroz, con lo cual ya no es un caldo.
En la cazuela ponemos media gallina (es casi un rito), un hueso de rodilla, otro de jamón, un trozo de morcillo de vaca, media cebolla y tres zanahorias. A mí me gusta poner apio en todos los caldos clásicos, pero eso va en gustos.
Debe poner a fuego fuerte y, cuando rompa a hervir, espumar bien (esta es la clave para que resulte transparente) y luego dejar a pequeños borbotones durante una hora. Se cuela y ya tenemos un caldo capaz de resucitar a un muerto, pero no hará trabajar nuestro estómago ni producirá residuos. Yo le pongo un chorrito de salsa de soja que levanta el sabor y aporta ese color tan guapo.
Caldo tierno
Semánticamente este nombre es incongruente, porque si es un caldo ha de ser líquido y nunca sólido, no puede tener este tacto, pero es como decimos que una niña tiene ojos tiernos, tampoco es que se los vayamos a palpar. En este caso hablamos de cosas tiernas, hortalizas tiernas, si acaso un muslito de pollo para que sea menos triste. Pondremos tres puerros grandes, un apio verde, dos cebolletas verdes, un calabacín, un hinojo, y un chorrito de aceite de oliva virgen. Conviene echarle sal antes de empezar cocer y luego rectificar. Como siempre, le damos un hervor, espumamos bien y luego dejamos cocer muy lentamente durante una hora. Debe reposar hasta enfriar y recalentar de nuevo antes de colarlo.
Se puede adornar con cebollino, pero si hay que seguir “Dieta líquida”, ni hablar. Yo le puse una ramita de cilantro porque me encanta, pero no me la comí, para que no se me saliese cuando me rajaran los intestinos.