Aquello tan bonito, llamado anuncios.
Quién iba a decir, que, después de tanto renegar de ese invento de la sociedad de consumo llamado publicidad, ahora echemos de menos los honestos e inocentes anuncios.
- ¿Se ha vuelto usted loco?, pregunta un lector con ojos de salmonete recién pescado (estos peces se enfadan muchísimo cuando se les saca del agua), ¿Cómo puede usted echar de menos semejante peste? Eso es una ignominia, pagamos cinco euros por una revista y resulta que la mitad son anuncios. Menuda tomadura de pelo, y encima dice usted que quiere más publicidad ¡Por Dios!
Bueno hombre cálmese, le aseguro que en Planeta Vino nunca verá usted un 50% de publicidad (se oyen ahogados sollozos de Nuria Proensa que escuchaba tras la puerta), a lo que me refiero es a que, dentro de lo malo, cuando se publica un anuncio, pues se mira o no, pero nadie da por probable que esa crema quite las arrugas o alargue el pene, que ese jamón de garantía proceda de una bodega ni haya sido cebado con bellotas, o que te vaya a tocar un Mercedes si compras una lata de caballa en escabeche, de ahí que diga que son honestos e inocentes.
El problema surge cuando una bodega te dice: “No, nada de anuncios, eso ya está pasado de moda. Si quieres que colaboremos (qué sutileza), te pagamos lo que quieras, pero ha de ser en forma de reportaje.” Dicho en plata, un publirreportaje encubierto, en román paladino, una golfada, una estafa, porque usted, querido lector que paga cinco euros por una revista, lo menos que puede exigir es que los contenidos informativos no estén contaminados por intereses espurios, y menos aún, claro, que le estén metiendo publicidad como información, entre otras cosas, porque eso es delito (tengo en mis manos un ejemplar que, salvo dos reportajes de agencia, eso sí, caducos, el resto es publicidad cubierta ¡Todo!).
El nacimiento incontrolado de publicaciones supuestamente especializadas, ha provocado esta situación, pero pretender doblegarlas sería una lucha perdida, porque tanto derecho tiene Pepito a sacar a la calle una revista de vinos, como Juanito la suya sobre las fiestas del barrio, y todos viven de la publicidad, obviamente.
El meollo de la cuestión está en una nueva forma de patología psíquica llamada Director de Marketing, una especie de mutación del virus del cretinismo que suele contraerse en determinadas universidades mercantiles y cuyos síntomas más visibles son, aparte de la corbata de nudo gordo, una incontrolable prepotencia que provoca que estos capullos de ejecutivo (podría decirse que están en fase embrionaria), crean ser unos genios que han descubierto una panacea consistente en que, como un reportaje favorable, rinde y viste más que un anuncio puro y duro, pues es mejor comprar reportajes que anuncios. Et Voila.
En realidad eso ya lo sabíamos hace treinta años, listillos hay desde que Moisés escondió su Camping Gas con mando a distancia en una zarza, pero lo que deberían saber estos nuevos demiurgos de la comunicación, son las consecuencias de su deshonesta conducta.
En primer lugar hay revistas que, a fuerza de hacer eso, no gozan ya de la menor credibilidad, de modo que el supuesto reportaje solo les sirve para quedar bien ante su jefe, si es que este es tan imbécil como para no saber distinguir la paja del grano. Pero lo más grave es que si esta moda no se interrumpe, la critica honesta desaparecerá y, aunque no se lo crean, con ella lo harán los productos de calidad, porque si a usted, querido e inteligente lector, no le llega información veraz de cómo los jamones de Joselito cumplen con la montanera, dentro de un par de años no le sonará ese nombre y terminará comprando el de esa multinacional farmacéutica que ha invertido varios millones en una pomposa campaña publicitaria encubierta, aunque engorden sus gorrinos con residuos industriales.
Protesten ¡coño! Protesten, que Franco murió hace ya tres décadas.
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