Un par de huevos fritos
Si por encargo del Ayuntamiento de Gijón, un buen día un señor llamado Chillida plantó en el cerro de Santa Catalina un mogollón de cemento como Elogio al horizonte, sin menospreciar la curvilínea azul gijonesa, yo creo que sería también de justicia levantar otro monumento al huevo frito.
Cierto es que el horizonte nos brinda maravillosos atardeceres con el Cabo Peñas al fondo, marcando la divisoria entre el mundo de los hombres y el de los fantasmagóricos monstruos abisales.
También nos indica la llegada del buen tiempo, con su esperado paredón del nordés, y otras muchas cosas hermosas, pero ¿y el huevo frito? ¿Cuantos momentos difíciles de nuestra vida no se han salvado gracias a unos huevos fritos?
Recuerden ese día que tuvieron que andar varios kilómetros porque se les rompió un latiguillo del coche (nunca he visto ningún latiguillo, pero los mecánicos rurales siempre les echan la culpa de las calamidades domingueras) y cuando llegaron al primer teléfono, a eso de las cinco de la tarde, reventados, calados hasta los huesos, y hambrientos como hienas y la señora del barín, después de hacerse cruces al ver su estado, le dice: “No nos queda nada de comer, pero si quiere le puedo freír unos huevos con patatas y un chorizín”.
Reconozcan que cuando vieron aparecer la fuente, ese lujurioso bodegón de colesterol y ácido úrico que inmortalizara Velázquez, su estado de ánimo pasó del intento de suicidio, al mas gozoso sentimiento de agradecimiento a Dios por haber inventado cosas tan sublimes como los huevos fritos con patatas.
Un día comiendo con mi colega, y a pesar de ello buen amigo, Lucio, como ya estábamos estragados de tanta delicatessen y tanta sofisticación (eran los tiempos de gloria la Nueva Cocina Vasca), al sentarnos a la mesa nos preguntó: “¿Queréis que os saque unos huevos fritos despachurrados con patatas y un poco de vino con gaseosa?” y claro, todos aplaudimos la idea.
Tan apoteósico fue el éxito obtenido, y tan contundente la repercusión en la elite gastronómica de la capital, que hoy día los huevos fritos de Lucio son famosos en el mundo entero, casi tanto como la tortilla de patatas de José Luís.
Y es que, a pesar de lo denostada que ha sido históricamente la receta del huevo frito, la cosa tiene su miga, porque de hacerlo bien, a presentar esa porquería de yema cuajada y clara cruda que sirven en muchos comedores de menú de rancho, el plato pasa de ser un reconfortante alivio para nuestras almas, a convertirse en un nauseabundo invento del averno.
Lo primero que hay que saber es que con los huevos fritos, pasa igual que con los calcetines y con los guardias civiles, es decir, que la unidad es la pareja.
Un huevo frito per se, no existe. En realidad sería la mitad de un par de un par de huevos, y no me negarán que es un tanto absurdo pedir en un restaurante “Medio par de huevos fritos”.
Luego está el momento.
Mi padre (q.e.p.d.) afirmaba categóricamente que el apabullante éxito socioeconómico de los Estados Unidos, radicaba precisamente en el momento en que comen los huevos fritos, que es por la mañana, para desayunar, mientras que si se comen en la cena, como sucede en España, en lugar de proporcionar fuerzas para levantar un imperio, lo que hacen es provocar pesadillas.
En una de aquellas comidas secretas de la transición, llegó a proponérselo formalmente a Joaquín Ruiz-Gimenez, José Maria Gil-Robles y Santiago Carrillo, pero no le hicieron caso, y así nos luce el pelo, porque un país que se come los huevos fritos a destiempo, nunca podrá triunfar.
Afortunadamente en Asturias aun tenemos chigres de aldea, de esos que venden madreñes, fesorias y supositorios Rovi, donde a media tarde aun se pueden comer unos buenos pares de huevos fritos, como Dios manda.
Como más me gustan a mí, es con buena cerveza fría, porque el azúfre del huevo revienta el mejor de los vinos, pero con un poderoso tinto joven, quizás un Pago de los Capellanes Roble, también pueden estar atómicos.
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