Economatos para hostelería.
Suena sórdido, como a cutrez, a miseria, a oprobio, a cartilla de racionamiento, a franquismo, a estraperlo, a país tercermundista, a aquellos terribles años de la posguerra que, gracias a Dios y al progreso, los que hoy trabajamos en esta revista, solo conocemos de referencias. Sin embargo existen.
Me saltó la alarma cenando el otro día en un chino de Avilés.
Sí, sí, no se ofendan, en un chino, en uno de esos restaurantes a los que se supone que los gastrónomos no acudimos por decoro profesional, pero que yo reconozco que no desprecio, porque prefiero comer un Chop Suey de recortes vegetales y carne de perro, antes que un prefabricado compuesto de grasas animales saturadas, dextrosa, lactosa, E250, E300 y esa larga retahíla de diabólicas pócimas de eróticas formas con qué están envenenando a nuestra juventud.
Pedí un rosadito (ni sus cartas de vinos ofrecen mucho, ni la cocina pekinesa da cuartel para otra cosa) y, solo con verlo, le dije a la chinita: “No lo abras, hija, ese vino está oxidado ¿De qué año es?”.
Era un 2002.
Entonces llegó la dueña que, cuando le interesa, habla un castellano tan correcto como Castelar, y me contestó: “Pues lo hemos comprado esta tarde en el Súper-Súper (obvio el nombre porque da igual uno que otro)”.
Y aquí empieza el drama.
Resulta que hay un negocio, legal por supuesto, que consiste en comprar grandes partidas “caducadas” (lo pongo entre corchetes porque legalmente el vino no caduca), defectuosas, infames, que estos traficantes compran a precio de risa y revenden a los taberneros muy por debajo del precio de la tarifa de la propia bodega (en nuestro trabajo de campo llegamos a localizar una partida de Moët & Chandon que se había importado de ¡Senegal! Imagínense como estaría).
Pero lo más vergonzoso es que en este economato compran afamados hosteleros, de esos con estrella Michelin, y hasta se venden prestigiosas marcas de esas que salen en las guías con medallas y sobresalientes.
¿Denunciable? No, legalmente por supuesto que no, pero sí en esta revista.
¿Solución? Devolver sin contemplaciones la botella.
Muchos consumidores sienten pudor por devolver una botella en mal estado, pero piensen que al hostelero no le supone ningún perjuicio, ya que el distribuidor se la cambiará, incluso con agradecimiento, ya que a la bodega le interesa saber si ha habido problemas de conservación, corcho, refermentación, etc.
Eso sí, aquel tabernero que la compró en uno de estos ignominiosos economatos, pues se la beberá él, lo cual tampoco está nada mal, porque nosotros estamos pagando por bueno todo un servicio, incluido el proceso de compra y mantenimiento de ese vino y, que yo sepa, en ningún restaurante se indica en su carta: “Vinos de saldo. No se admiten devoluciones”.
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