Camareros irreciclables
En Asturias, y desgraciadamente en otros muchos punto de la geografía nacional, era muy usual encontrarnos con que, en muchos comedores rurales, el chaval que sacaba el cuchu del establo, si entraban mas clientes de lo habitual, se quitase las botas y sirviese las mesas.
O también, que aquel que no servía para otra cosa mas que para hacer travesuras, pues como lo único que le motivaba era estar en el chigre, pues terminase ejerciendo el oficio de camarero, sin otra preparación que sus muchas horas de barra.
Afortunadamente las cosas están cambiado y cada vez son mas los jóvenes que acuden a cursos de formación, y, curiosamente, a través de las inquietudes que genera el mundo del vino, muchos se inician la sumillería, y ya por derivación, se convierten en excelentes camareros.
Pero también están los irreductibles miembros de la vieja escuela, la mayoría semi analfabetos y noctámbulos, que por el hecho de haber bebido muchos miles de litros de vino, piensan que entienden algo, y cuando un técnico, o incluso uno de estos jóvenes sumilleres, le aconseja que para abrir una botella no debe sujetarla entre sus partes, ni pegar taponazo, mira con desdén, y esboza esa clásica sonrisita de desprecio, murmurando aquello de: «Ahora me van a decir a mí como se abre una botella. Yo que he descorchado media Rioja».
Y aquí no hay nada que hacer, porque piensan que están en la verdad, y por tanto son irreciclables.
Hace un par de semanas, con motivo de la inauguración de la nueva bodega de Martinez Bujanda, Finca Valpiedra (merece la pena visitarla porque tiene una nave de barricas absolutamente fascinante, quizás la más elegante que exista en estos momentos en todo el mundo), me ocurrió una anécdota en uno de los mas prestigiosos restaurantes de Logroño.
Le pedí al maître que me trajese un vino joven de cosechero, y me recomendó el de la casa (Práxedes de Santiago). Hasta ahí bien, porque no lo conocía, y podía funcionar. Lo malo fue cuando lo probé, y me encontré con un vino corriente, por no decir bastante malo, y que no tenía nada que ver con un sabroso tinto del año de cosechero. «Pero hombre, le comenté, este vino no tiene de maceración carbónica», y él, muy ufano, me contestó: «No señor. Ya le dije que este vino era muy bueno, y que no tenía nada de química».
¡En la capital de La Rioja!
No quiero extenderme sobre mi opinión sobre las calificaciones de las guías porque ya hablé de ello a raíz de la anterior visita a esa ciudad, pero les aseguro que se podría escribir un libro de disparates sobre la calidad del servicio en los restaurantes riojanos (tengan en cuenta que por ellos pasan los mas destacados críticos gastronómicos de todo el mundo cada vez que van a algún evento vinícola).
¿Qué recuerdo se imaginan ustedes que se llevará un cronista extranjero al ver a ese encorsetado maître, meterse una botella de gran reserva entre los muslos, y tras un sonoro taponazo, escanciar por las copas el preciado caldo, y marcharse tan contento, con aires de haber cumplido brillantemente con su cometido?
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