Hamachi Kama (pestaña de mero)
He buscado la receta de este tradicional plato japonés por este proceloso mundo de Internet y es curioso como he encontrado miles de entradas, pero todas decían lo mismo: “mandíbula y pómulo de atún de cola amarilla a la plancha” y punto.
¿Quién sería el primer energúmeno que tradujo Grilled Yellowtail Collar, por ese bodrio? Porque ni los yellowtail tienen nada que ver con los túnidos, ni este plato se prepara con los pómulos de ningún pescado.
El yellowtail es una perca, es decir, un pescado de agua dulce que, para más inri, los japoneses crían en grandes estanques para servir vivos a los restaurantes donde los descuartizan a la vista del cliente (les gustan estas cosas).
Tampoco son el pómulo, que forma parte de cabeza o cara, sino lo que en español se conoce como collar, ijada, parpatana, pestaña u oreja, es decir, esa parte del cuerpo que limita con la cabeza, por donde se pueden ver las agallas, y que en el despiece lleva consigo la mandíbula inferior.
Pero es más cómodo recurrir al “copia y pega”, sin tan siquiera molestarse en saber de qué hablan. Es indecente ¡Un asco!
Esta pestaña que he preparado es de mero, un lujazo que pocas veces podemos permitirnos (me la regaló mi pescadero porque nadie la pide), pero podemos usar la de cualquier pescado de buen tamaño, incluso de bonito, para dar gusto a los “copiaypega” de Internet. Lo del atún ya es demasiado, porque la ijada de un bicho de 300kg. nos daría problemas de asado y habría que reunir a una cuadrilla para poder comerlas.
No desprecien las de salmón porque tienen un tamaño ideal y los pescaderos no las comercializan, de modo que si tienen cierta confianza con el suyo, pídanselas con antelación y hasta es posible que les salgan gratis.
En Japón este es un plato gourmet, aunque mi amigo y colega José Carlos Capel diga que allí no se come esta pieza, lo que pasa es que resultan tan restringidas, que pocos restaurantes las tienen en su carta. Es algo así como una golosina para sus mejores clientes, y cuando lo prueben, comprobarán el porqué.
No se esfuercen tampoco en buscarlo en los diferentes libros que se han publicado en los últimos años, no digamos ya en Internet donde ya les he comentado la insolencia con que los “copiaypega” hablan del plato. Yo puedo presumir de una notable biblioteca de cocina japonesa en español y francés, y no hay mención.
Antes de atacar la receta, que es muy sencilla (quizá por eso no aparezca en los recetarios), he de advertir que es un plato para expertos ictiófagos, para gourmets hábiles, porque no hay grandes tajadas, solo recovecos entre huesecillos que hay que saber escudriñar minuciosamente para extraer una diminuta tajadita, eso sí, excelsa, porque estando entre los huesos, suele ir envuelta en gelatina y grasita, un bocado explosivo. Y si tiene usted dotes malabaristas, cómalo como los nipones, o sea, con palillos, que es muy gracioso.
La receta
En algunas regiones, sobre todo del interior, este plato se prepara según la técnica Shio-yaki que ya explicamos en esa receta de lubina.
Es probable que el pescado se envolviese en sal gorda para ser trasladado a algunos kilómetros hacia el interior y, cuando comprobaron lo delicioso que quedaba al ser limpiado y pasado por la parrilla, pues quedó como plato.
Pueden hacerlo así, o a pelo, como les voy a indicar.
También hay zonas en que se rocía con abundante zumo de limón y se deja reposar, lo que le proporciona y agradable sabor cítrico, pero conviene saber a qué pescados le viene bien y a cuales no. Por ejemplo a esa perca de cola amarilla le dará buen gusto, pero a un túnido no.
Esta pestaña de mero que ven en la foto fue puesta en la parrilla sin ninguna preparación previa, como suele servirse en los innumerables restaurantes más o menos elitistas que rodean la bahía de Osaka, y les aseguro que no se podía mejorar porque aún me vienen a la mente esos sabores que cambiaban a cada bocado.
Lo ideal es disponer de una parrilla de leña porque el humo natural es el mejor aromatizante que pueda haber, pero si tienen ustedes que cocinar en una encimera eléctrica, como un pobre servidor, háganse con una sartén/parrilla, de esas que tienen ondulaciones para marcar la carne, porque ese toque rustido le aporta mucha gracia.
Yo lo hice según la técnica más pura, es decir, parrilla bien caliente, pintamos el pescado con un poco de aceite, y a marcar bien por ambas caras. Como es una pieza de volumen y tiene mucho hueso, una vez marcada, debe bajarse la intensidad del fuego, por ejemplo a un 4 de 10, de esa forma se irá haciendo por dentro durante unos diez minutos sin llegar a churrascarse demasiado por el exterior. Tampoco pasa nada si tuesta mucho, porque lo divertido es notar esa diferencia entre un bocado y otro, de modo que estos aportan un nuevo registro.
Una vez retirado del fuego se añaden las especias, al menos un poco de sansho no kona (una especie de pimienta verde molida que se usa en todo tipo de platos) y shichimitogarashi, la mal llamada pimienta japonesa porque en realidad es una mezcla de siete ingredientes: guindilla (chile rojo), cáscara de naranja, sésamo blanco y negro, jengibre, alga Nori o Aonori y Sansho (no confundir este producto con el Ichimi Togarashi que es guindilla en polvo).
Se puede poner sal, pero como yo buscaba continuamente ese contraste de sabores, me limité a servir un poco de salsa de soja con wasabi, de modo que mojaba unos trocitos sí y otros no.
También es preceptivo poner alguna ensalada. En Japón gustan mucho del nabo rallado, su famoso daikon, pero a mí no me da más por él, así que puse zanahoria recién rallada y col china picada en juliana, dos hortalizas que combinan muy bien. El cogollito de canónigos era por poner una monada, pero bueno, aporta frescura a la boca.
Un vino para cada plato
¡Atención, atención! Aviso a los navegantes: este es uno de esos maridajes que deja huella.
Fue el propio Luis Delgado quién me informó que había probado en Japón este plato con su vino Astrales y que le había resultado sorprendentemente agradable. Como siempre que me enfrento a un maridaje heterodoxo, comparé con lo que vendría a ser lo habitual, en este caso un excelente blanco con algo de crianza. No estaba mal, claro, un gran blanco con un mero a la parrilla, no es broma, pero ¡Ay! Cuando probé con el tinto, fue como si se abriese el cielo. Cierto es que a mí este vino me vuelve loco, aunque alguien me tilde de “parkerista”, pero lo cierto es estos vinos golosos, carnosos, afrutados, con notas de cacao y torrefacto, me ponen en órbita. Pero no se imaginan ustedes la alianza que formaba con el pescado, parecía que estaban hechos el uno para el otro, porque el vino sabía aún más espectacular y el mero, a pesar de la potencia del vino, se mantenía soberbio, casi más excelso después de cada trago.
Un maridaje de los que hacen historia, debería probarlo François Chartier, a ver qué explicación molecular encuentra.