Se llegó al esperpento.
Así como las culturas orientales buscan el equilibrio de la perfección y la perfección en el equilibrio (incluso en la cocina se estudian todos los factores de belleza, salud y placer, para configurar un plato), los occidentales progresamos en la innovación, en la novedad, en dar con algo nuevo, aunque no sepamos para qué sirve, ni tan siquiera si supera a lo anterior y, dentro lo positivo que tiene este movimiento por su creatividad, debe mantenerse siempre dentro de ciertos cauces, porque de lo contrario caería en la aberración, en el esperpento.
Un claro ejemplo es el mundo de la moda ¿Quién puede salir a la calle con esas elucubraciones que se lucen en las pasarelas? Ni Dios. Es mas, ¡ni la Schiffer! Luego, son absurdas, ya que no son en realidad prendas de vestir, si no divertimientos artísticos de un diseñador, de un estrafalario individuo que vive en un mundo de flashes y locura, en que para salir en la foto hay que hacer extravagancias sin mas ni mas.
Pero he te aquí que encima alguien te diga que te lo tienes que comer y encima pagar por ello, y claro entonces la cosa empieza a ponerse fea.
«¡Mamá, mamá!, grita un niño aterrorizado, yo no quiero ponerme ese traje de chapas de Coca-cola, que me da pellizcos y se me ve la colilla».
«Pero cielo, le responde con dulzura su madre, si es de Agata Ruiz de la Prada y cuesta una fortuna».
Y claro el niño vivirá traumatizado el resto de sus días por culpa de aquella experiencia.
Bueno pues algo así está sucediendo en nuestra cocina.
Hace un par de décadas en España se cocinaba tipo rancho y la hostelería servía calderos de comida para saciar las hambres seculares de un país al que se le caían los dientes por falta de uso.
Los primeros cocineros españoles que entendieron el mensaje oriental de Bocuse (menos grasa, menos salsas, menos cocción, menos cantidades, y mas selección de materias primas), sufrieron los rigores de aquellos acaudalados constructores que solo querían comer angulas, sin saber que lo único que les gustaba de estas, era el sabor del ajo frito.
Arzak, Subijana, Victor Merino, Ramón Ramirez, Pedro Larumbe, Tomás Herranz, y otros tantos genios de los setenta/ochenta, fueron no solo los pioneros de una cocina que quería pasar de las catacumbas a la luz, del rancho alimenticio a la cultura gastronómica, si no los abanderados de un movimiento que consiguió dignificar una profesión a la que históricamente solo llegaban los desahuciados sociales, los fracasados de la calle, los que por comer caliente condenaban su cuerpo a consumirse en un sucio sótano entre el alcohol y los vapores de la plancha.
Hoy cuando un padre dice: «Pues mi hijo quiere ser cocinero», las visitas exclaman: «Qué barbaridad. ¡Pero eso debe ser carísimo! ¿No se conformaría con hacer medicina o ingeniería industrial?» y el progenitor, entre apesadumbrado por el paquete que se le avecina y orgulloso por haber escandalizado a los amigos, se resigna como el gringo que va a mandar a su hijo a Harvard y suspira: «El chico se lo merece todo, y yo por él haría lo que fuera. Solo pido a Dios fuerzas para llegar verle calzarse el gorro blanco».
Lo malo es que una vez en la calle el joven diplomado se olvida de que su profesión se basa en dar bien de comer y solo piensa en salir en la portada de Viandar con un montón de estrellas en el gorro, y claro, para eso está la varita del mago Merlín, no los fogones de la hostelería.
- «¿Has probado la espuma de humo que hace Ferrán Adriá?» me preguntaba hace un par de años un cocinerito iluminado.
- «Pues sí, le contesté, es una mierda».
- «Ya, pero es superoriginal y dificilísima de hacer».
Válgame El Señor, si Santa Teresa levantase la cabeza, recuperaría su brazo incorrupto y volvería a morirse inmediatamente.
Hemos llegado a la aberración. La evolución ha caído en el absurdo. El progreso ha sido tan rápido que se ha caído en el esperpento y es momento de frenar y recuperar todo lo bueno de esta experiencia, pero dejando en la basura los disfraces y el cucurucho de Merlín, y guardando lo mucho bueno que en este proceso ha habido.
Recriminaba hace unos días a uno de nuestras rutilantes estrellas Michelín por no haber respondido a una invitación para unas jornadas y sin el menor pudor me respondió: «Yo soy un artista y no puedo perder el tiempo en tareas administrativas».
Sí, ese el problema. Ahí hemos llegado y en buena medida somos los críticos gastronómicos quienes hemos forjado estos monstruos.
No quise contestarle porque habrá de ser él quién madure desde adentro, aunque sea a costa de su ruina empresarial, pero debería haberle dicho: «No guapín, tu no eres un artista. Como mucho un artesano, porque aportas creatividad a tu obra, pero por encima de todo eres un profesional, y encima un empresario, si trabajas por cuenta propia. Un artista crea una obra y la pierde, ya no será suya porque la habrá vendido o destruido. Un artesano diseña la novedad y luego la reproduce tantas veces como sus clientes se la soliciten y tu trabajo consiste en crear platos ricos, recetas que satisfagan los sentidos de tus clientes y repetirlas una y otra vez con el mayor esmero posible».
El deseo por sacar las cosas de su sitio nos está llevando a una situación peligrosa.
«¿Qué hay que hacer para estar en la guía de Rafael García Santos?» me preguntaba hace días un amigo cocinero.
«No lo sé Ramonín, no lo sé, pero será mejor que te olvides de esas majaderías y sigas cocinando les fabes así de bien. Hoy no me acuerdo lo que me pusieron la semana en los tres o cuatro menús degustación que probé, pero con lo que se me hace la boca es recordando aquellas verdinas con patruque del Xicu de Ardisana, o los sapinos a la plancha de Abel en Ribadesella, o los escabeches de Seri en Aranda, o sin ir mas lejos, tus revueltos de emberzao con tortos de maíz. Y no es que defienda la cocina regional tradicional, porque la ensalada de alcachofas y vainillas fritas con Hígado de pato y vinagreta de oporto que me puso Ramón en su Ikea de Vitoria, poco tienen de alavés, pero siguen en mi recuerdo como un momento de éxtasis. Sin embargo de El Bulli solo me viene a la memoria que tuve que dejar un lomo de salmonete porque estaba reseco de plancha y no oliendo precisamente a mar. Olvídate del gorro de Merlín, amigo mío, que estrellas fugaces siempre hubo y ojalá que de esta pléyade se salven unos cuantos, los mas sensatos, los que recapaciten y entiendan que son simples profesionales, como tú y como yo, currantes de la pluma o de la espumadera, qué mas da, pero profesionales y no poetas ni magos. Todos andamos sobre tierra, y no sobre nubes. Ni sobre espumas de humo, aunque algunos presuman de alimentarse solo de la estética artística de los autores culinarios».
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