¿Dónde está la Gran Cocina?
Desde hace algún tiempo, estoy inapetente. No es que me preocupe demasiado, porque reservas tengo, pero cada vez disfruto menos en mis salidas gastronómicas.
¿Será el amor? Quizás, pero me extraña porque cuando cocino en casa, me sigo poniendo ciego.
He llegado a pensar en un problema de insapidez, algo así como si estuviese perdiendo el gusto. Las frutas me saben a nabo, las verduras a phorexpan, la carne a mueble de Ikea y los pescados a pienso avícola.
Avances de la técnica, pero aún así, cuando me siento a mi mesa, o a la de alguna parrilla (lo que en euskadi llaman asador), los sabores me vuelven. No necesito añadir sal ni recondimentar los platos y hasta debo controlarme para no pedir un segundo chuletón, cogote de merluza o ventrisca de bonito.
Sorprendido por este insólito cambio de gustos, probé con el lechazo arandino, el cuscús marroquí, los sashimis japoneses, las pizzas napolitanas y los smørgasbørg suecos.
«Caramba, me dije ya más sosegado, he recuperado el gusto. Qué alivio, porque no sé qué sería de mi carrera sin capacidad sápida». Y me fuí con la moza a celebrarlo a un dos estrellas Michelin.
¡Horror! La pesadilla volvió a repetirse.
Unos platos preciosos, tan adornaditos, todo un prodigio de habilidades manuales y sentido estético. Y yo, pobre de mí, de nuevo con una boca más inútil que la de un político.
Gracias a Dios que mi acompañante me sacó de la pesadilla: «No te angusties, Pepe, que a mí tampoco me sabe a nada».
Cuando salió el artístico chef, nos explicó que lo más destacable de su cocina era la ligereza de sus preparaciones:
- Hoy día hay que olvidarse de las salsas, nos informó el oráculo, mi obsesión es hacer cada vez preparaciones mas ligeras.
- Pues tenga usted cuidado, le respondí, no vayan a salir volando, porque como aligere más lo que nos ha puesto hoy, ya va a pasarse usted al plano astral.
¿Será la Cocina Etérea la próxima revolución gastronómica en ponerse moda? Pues como así sea, los que llevamos comiendo caliente desde hace medio siglo, vamos jodidos.
De Norte a Sur y de Este a Oeste, se oye lo mismo: «Se limpian los lomos (bacalao, merluza, pixín, salmón, túnidos, funcionarios de Hacienda, da igual, lo que esté en sazón), se marcan un poquito a la plancha y al horno de convección, para que conserven todo su jugo.»
- ¿Y de la salsa? pregunta uno que alabó el aligeramiento de mantequillas y natas, pero que espera algo de gracia en aquel plato por el que va a pagar veintitantos euros.
- ¿Salsa? - responde como una fiera el cocinerito que aspira a tener una estrella a base de penetrar en la esencia pura de la materia. - A estas alturas ya nadie usa salsas, inculto, retrogrado, reaccionario. Váyase usted a comer a Casa Candido, aquí hacemos cocina de autor, no ranchos.
¡Ay!, la cagamos.
No es que yo defienda el traje regional maragato como ejemplo de erotismo, pero de ahí a dejar a una mujer completamente en cueros, hay diferencias y, del mismo modo que una señora es mucho mas apetecible en ropa interior que tal y como la trajo su madre al mundo, un lomo de merluza resulta mucho mas sabroso y agradable de comer, rociado con una ajada o con una salsita ligera de almejas, que simplemente hervido, como nos lo ponía nuestra tata cuando teníamos diarrea.
En cierto modo, la culpa la tenemos los críticos, al menos algunos, que para otorgar estrellas u otras puntuaciones «Top», solo buscan mariconadas, locuras, excentricidades o aberraciones culinarias, dejando de lado los sabores auténticos, pero ¿Y los popes?¿Es de recibo que los consagrados maestros sigan improvisando platitos, la mayoría copia unos de otros, y dejando al cliente con sensación de panoli después de pagar setenta o cien euros per capita?
No, tajantemente no.
Un joven, un aprendiz, un casquivano y valiente nuevo cocinero, quizás tenga que hacer cabriolas para llamar la atención. Un maestro no puede dar pasos en falso, precisamente por eso, porque ha llegado a maestro.
Un gran cocinero debe tener una maleta de recetas de éxito indiscutible, ese es su background, su know how, su savoir faire, que dicen los franceses. En su larga carrera habrá intentado dos mil o cinco mil recetas, pero de esas solo deben permanecer cien en su carta y, si acaso, meter una o dos cada año, por aquello del gusanillo de la creatividad, pero absolutamente contrastadas, porque por encima de todo, en su carta, los comensales tenemos derecho a presuponer que todos y cada uno de esos platos son de sobresaliente.
- La culpa la tenéis vosotros, los críticos - me decía un querido hostelero asturiano- que nos exigís novedades y novedades cada día.
Evidentemente, pero los grandes chefs, los que capitanean los grandes restaurantes del país, deben saber que quienes pagan sus facturas a final de mes, son los clientes, no las guías y, aunque no se lo crean, el tiempo pone las cosas en su sitio.
Yo propuse a esta santa casa hacer una guía gastronómica que se titulase: «Donde comer de puta madre en España», olvidándose de que fulanito tiene tantas estrellas, simplemente informando al consumidor de que en medio de La Mancha, en Las Pedroñeras, hay un señor que cocina como para suicidarse en su casa al estilo de «La Grande Bouffe», o que en las Mestas de Ardisana, hay una paisanina que prepara una fabada de verdinas y unos tortos de maíz, como para echarla de menos el día del Juicio Final.
Recuerdo aquellas manos de cerdo que preparaba mi madre en su restaurante, guisadas como los callos a la madrileña, que hacían que el rey Faisal de Arabia se pasase el Corán por los forros cada vez que venía a España, o unas ostras gratinadas con muselina de trufas que ponían en el Vía Veneto de Barcelona por las que hasta sería capaz de gritar «Visca el Barça».
¿Se han pasado de moda las salsas? ¡Un huevo! Lo que se están perdiendo son los grandes cocineros.
El pasado verano, nuestro terrible jefe y a pesar de ello gran amigo, Mikel Zeberio, preparó en la bodega de Fernando Remirez de Ganuza unas cocochas al pil pil que nos hicieron saltar las lágrimas. ¡Qué sabor, qué pasada! Pocos días después, aun con su recuerdo en la boca, pedí otras en un conocido restaurante y me plantaron unas lastimosas viscerillas de teleósteo, cubiertas con una espuma amarilla cuya ingesta producía verdaderos reparos.
- ¿Has visto que ligero estaba el pil pil? me preguntó el amigo cocinero haciendo hincapié sobre los aromas florales del aceite virgen de oliva arbequina molturado en frío.
No le pude contestar porque solo tenía ganas de llorar ... y de comer, porque me había quedado a dos velas. Malditos falsos pilpiles, malditos hornos de convección, maldito silpat, malditos microondas. Fueron ideados para hacer el bien en la cocina y han hecho tanto, o mas, daño a la gastronomía, que las freidoras industriales.
Amigos restauradores, me refiero a los grandes clásicos, cuidado, estáis matando la gallina de los huevos de oro. No basta con materia prima y respeto a sabores primarios, para eso valen los comedores populares, los asadores, las parrillas, las sidrerías, donde vas a ponerte ciego de carnaza o pescado a la brasa. Un gran restaurante ha de ser mucho mas. Está bien aligerar grasas, pero yo quiero volver a comer un hojaldre de puerros como el que hacía mi tocayo José Juan Castillo en Beasain, un romesco como el de Joan Pedrell de Cambrils, un capelo de coles y manos en salsa de trufas como el de Zalacaín, una lamprea a la bordelesa como la de Combarro, un pato en salsa de vino Bordón como el que hacía madre o, incluso el potente Goulash con Spëzli del Edelweis.
¡Quiero comida con sabor!, que para sufrir régimen, ya me basta con mi nutriólogo.
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